miércoles, 30 de octubre de 2013

“En la calle no se van a quedar. Bajo ningún concepto”


Si observan con detenimiento la foto tomada por mí en Febrero del 2013, es fácil concluir que ya no estamos en Miami, tampoco en República Dominicana y no regresamos a Cuba. En Miami no nieva y en Dominicana y Cuba no hay ardillas en la calle.

¿Dónde estamos entonces? Pues estamos en Lincoln, capital del estado de Nebraska, justo en el medio de los Estados Unidos.
¿Por qué? El cuento puede ser largo y complicado o corto y sencillo, depende desde la posición y ángulo que se cuente y escuche.

Lo cierto es que nuestro paso por Miami terminó antes de lo que nosotros mismos habíamos planificado y por qué no, deseado. La familia y amigos que allí todavía tenemos no pudieron hacer por nosotros más de lo que hicieron, nosotros: Martica, Jonathan y yo, a pesar de nuestra formación, cultura, inteligencia y deseos, estábamos como ciegos sin saber para dónde coger, dónde tocar, en fin cómo resolver nuestra permanencia en la ciudad que hoy constituye como dice un comediante americano, el sur de los Estados Unidos y el Norte de Cuba.  El tiempo pasaba rápido y su ligereza aumentaba la presión sobre nosotros.

La idea era clara como la mejor agua, teníamos que resolver trabajos para poder “independizarnos”. En realidad a eso vinimos a Estados Unidos a trabajar y ser independientes, pero no solo esta frase resuelve o define esta situación.

Últimos capítulos de la temporada. Reuniones con familiares y amigos. Todos con muchos años de vida en Miami, todos deseosos de ayudar, todos con ideas fantásticas, pero en realidad no podíamos permanecer mucho tiempo más donde estábamos y la única posibilidad era conseguir urgentemente como mínimo dos trabajos que nos permitieran alquilar un cuarto donde pudiéramos estar los tres, cosa casi imposible pues somos muy grandes o un pequeño apartamento muy barato pues los salarios de los trabajos que podíamos conseguir no darían para mucho más.

Miami es una ciudad cara, los que allí viven dicen que es porque hay que pagar el sol y las playas ¿??????????. Lo cierto es que no teníamos esos trabajos. Según algunos no los buscamos lo suficiente, según otros no podíamos encontrarlos porque no sabíamos dónde y cómo buscar,  además esta ciudad hoy está superpoblada, por lo que aquello de conseguir un trabajo bien pagado acabado de llegar es difícil o a menos se nos hizo difícil en el tiempo que allí paramos.

 Tuvimos más reuniones con familiares y amigos, el tiempo llegaba a su fin, teníamos casi con urgencia que resolver y movernos, la oscuridad se hizo más densa, tan densa que llegamos a no poder ver nada, nos molestaba en los ojos, se fue volviendo casi insoportable, pero ….,  como el que tiene amigos tiene un central, un buen día, no recuerdo con exactitud la fecha, ni tan siquiera las circunstancias, apareció de pronto la luz.


Mi amigo el Ruso, en una de nuestras conversaciones por teléfono nos dijo esa frase que sirve de título a este artículo, frase que hoy ha devenido en toda una célebre filosofía de vida y que a cada rato cuando recordamos, nos repetimos alegremente entre nosotros mismos. Dicha idea, le dio un nuevo enfoque a nuestras vidas.  Nos hizo entender que Estados Unidos no es Miami solamente y que quizás podíamos cambiar el sol y las playas, por las ardillas y la nieve, nos hizo entender que existen soluciones al final del túnel oscuro, que  aquello de que “siempre que llueve, escampa” y que “Dios aprieta, pero no ahoga”, es cierto.

Tuvimos entonces tres diferentes propuestas alrededor de este asunto. Podíamos ir para Oakland en Iowa, pequeño pueblo donde vive Richard el hermano del Ruso, para Omaha en Nebraska, donde vive Mayincito, amigo de nuestra infancia y adolescencia o para Lincoln con el Ruso, en cualquiera de las tres variantes tendríamos seguro casa, comida, carro y lo más preciado: trabajo bien pagado, además de amigos que siempre nos han querido y que estaban dispuestos a ayudarnos.

Jonathan no lo pensó dos veces y dijo: “yo me voy ya y luego van ustedes”. Asistido por el impulso de su juventud, a partir de ese momento solo pensaba en viajar. Para Martica y para mí, la posibilidad era esa, pero la idea de que Jonathan se moviera solo, no nos gustaba del todo.

Muchas fueron las conversaciones telefónicas y las reuniones entre los tres, la realidad de tener que abandonar Miami se volvió una convicción. Al final, como una manada, decidimos. El lugar escogido fue Lincoln y nos mudaríamos los tres a la misma vez. El riesgo era grande, pues Lincoln es una ciudad americana, a diferencia de Miami se habla inglés todo el tiempo y en el invierno fuerte con nieve dura cuatro o cinco meses.

Era un riesgo, no una locura. Teníamos la garantía enorme de ser recibidos, acomodados y ayudados para que luego de gatear, pudiésemos caminar, cosa que, salvo los seres humanos muy aventajados, todos necesitamos.

“En la calle no se van a quedar. Bajo ningún concepto”, organizó nuestras vidas y venció al disgusto que se comenzaba a imponer. Luego de algunos trámites y 45 horas de viaje en guagua, llegamos a la estación de Lincoln en la mañana del 2 de febrero del 2013, donde nos esperaban Richard y Mayincito, más la nieve y el hielo e imagino que alguna que otra ardilla que aunque no pudimos ver, siempre están.

De ahí nos dirigimos a la casa del Ruso, ese día él estaba trabajando, pero había dejado todo cuadrado con su mujer Mayelin y su pequeño hijo Raulito para nuestra llegada. Lugar donde podríamos vivir sin apuros, gateando, hasta que pudiéramos mudarnos solos y comenzar poco a poco, paso a paso, a caminar.