Estoy muy cerca de los 60 años y debo reconocer que, con frecuencia, sobre todo cuando estoy sólo en mis reflexiones, cosa que ocurre por suerte poco, no me gusta la soledad, me descubro emocionado al borde de las lágrimas e incluso con algunas lágrimas derramadas.
Durante muchos años de mi vida, infancia, adolescencia, primera juventud, crecí con un patrón masculino muy fuerte, mi padre, el que luego en mi segunda juventud, se convirtió en uno de mis mejores amigos hasta que falleció.
Mi padre, creo haber escrito sobre él anteriormente,
era de esa especie de hombre jocoso, jodedor diríamos en cubano, agradable,
atrayente, muy extrovertido y conversador, de buen carácter y al mismo tiempo
era de esa clase de hombre machista orgulloso que se desbordaba y poseía una
energía descomunal. Baste decir que era santiaguero, de la época en que Santiago
de Cuba era un lugar extremadamente orgulloso. Los santiagueros, a los que
conozco bien, primero que todo son santiagueros, categoría por ellos mismos
dada, que los diferencia, al menos para ellos, del resto de los cubanos.
Entonces al no haber hermanas hembras en mi casa, nos criamos como varones de la época de mi padre, por lo que una de las primeras ideas, lo mismo frente a un golpe, una herida, un problema, etc., era, los hombres no lloran, así que, sin ser religiosos, nos decían, levántense y anden.
Miles de cuentos tengo junto a mi padre, quizás por yo
ser el hijo mayor, su primer hijo, dedicó a mi más fuerza, la fuerza que da la
juventud. Recuerdo mucho trabajar junto a él en “trabajos de hombres”, o sea,
albañilería, plomería, electricidad, carpintería, etc., y por otro lado
recuerdo haber compartido con él muchos de sus cuentos y vivencias. Ël era un
gran conversador y yo, entre las cosas que de él heredé, fue la capacidad de
conversar, discutir y analizar por muchas horas seguidas, tantas que, por momentos,
rindo a mis interlocutores y me quedo solo.
Con la idea de que los hombres no lloran, entonces crie a mi hijo varón Jonathan, con los mismos consejos y acciones de mi padre. Jonathan creció en una casa, mal o bien, lidereada por mí, donde por aquella época, mi inmadurez y tradición, me hizo no confiar, por tanto, no utilizar, la ayuda de psicólogos y pastillas. Jonathan creció, también ayudándome a trabajar, todavía hoy lo hacemos juntos, donde no había cómo escaparle al trabajo gracias a un pequeño arañazo, un golpecito, una caída. Él como yo, estuvimos obligados a levantarnos y andar, daba igual lo que fuera.
Entonces hoy, Jonathan, quizás yo lo fui también con
mi padre, es mi principal y primer tribunal como hijo varón, cuando de
debilidades aparentes se trata, por lo que cuando me ve medio lloroso es
inevitable escuchar de él algo así como: “o tú te estás poniendo viejo o te has
convertido en un llorón”. Debo decir que tengo otro tribunal abierto
constantemente que está presidido por mi hija Jennifer, tan cruda y exigente
como lo fui yo, pero Jenny es mi hija hembra, por lo que es otra cosa. Jennifer
además de mi hija primera, se precia hoy de ser mi jefa y haber domado a la “fiera”
y hasta cierto punto es cierto, salvo en ocasiones muy extremas, me he vuelto débil
frente a sus orientaciones, que más que eso, casi siempre son órdenes. Jenny
tiene una frase que la acompaña siempre: “tú no has entendido nada, ahora
tienes que hacer … y yo, muy disciplinadamente, hago.
Llorar en una sociedad machista como la cubana, donde los varones somos machistas y las hembras son más machistas que los varones, es mal visto. Debe ser porque se asocia a una potencial debilidad o porque cada vez que se tiene un problema, las personas normales e incluso las no muy normales, terminan llorando. Para mí, debo reconocer fue así durante muchos años, sobre todo, cuando descubría que mediante el llanto se trataba de escapar, o peor, mediante el llanto se trataba de no explicar determinada actuación.
Yo no creo en la vida después de la muerte, menos sé a dónde va a parar lo que llaman espíritu o alma y todavía no me he encontrado con nadie que después de morir, haya regresado. Aún estoy esperando poder ver a Jesús y como es de suponer, a mi edad, aunque todavía yo joven, he visto morir, incluso frente a mí, a varias personas cercanas y en esos momentos, no es el llanto lo que me ha caracterizado. Crecí en un lugar donde a los muertos se les velaba y enterraban y cada cual se retiraba a celebrar, homenajear, recordar, etc., la vida del fallecido. No recuerdo en mi familia imágenes de personas agarradas a un ataúd anegadas en llanto, dando gritos de por qué te fuiste y me dejaste, etc.
Los hombres si lloramos y en realidad deberíamos aprender a hacerlo desde siempre. Llorar, siempre que sea controlado y no como resultado de una enfermedad nerviosa o de la histeria, por ejemplo, es bueno. Libera. Estoy probando que no adelgaza, ojalá adelgazara.
Los hombres, al menos los que crecimos en una sociedad machista, lo que nos resulta de inevitable influencia, porque no somos suecos o suizos, deberíamos aprender que llorar no nos demerita y muchas veces es la mejor expresión de lo que sentimos, cuando el llanto es verdadero.
Mi último cuento fue hace muy pocos días, nos encontrábamos recibiendo los regalos por Navidad. Alegría. Entre los regalos que me tocaron, estaba una botella de ron “Flor de Caña”, que Naty, la esposa de Jonathan, me había traído de su último viaje a su país de origen, Costa Rica. Ese ron lo conocí y tomé, gracias a mi padre, como resultado de sus viajes por trabajos a Nicaragua. Mi viejo, entre otras cosas, era amante del buen ron y disfrutaba jugar al “cubilete” sentado en el portal de mi casa junto a todos nosotros. Y entonces, de pronto, al abrir el regalo sorpresa, para sombro de todos los presentes que reían y agradecían, sobre todo para mi nieta Mia, chica, por tanto, desconocedora de la vida laberíntica, me fue inevitable llorar más de lo acostumbrado al recordar a mi viejo, a pesar de haber escuchado entre risas la voz de Jonathan de: o te estas poniendo viejo o es que te has convertido en un llorón. Mi fiel Martica me defendió y explicó lo que yo, por no poder hablar, no pude explicar.
Entonces, ahora, quizás porque me conviene, entiendo a
todas las personas que he visto llorar durante su vejez, cuando no le
encontraba mucha justificación. Ahora las entiendo más el por qué lloraban.
Bueno, quizás se estaban liberando, quizás ya no les importaba que los vieran, quizás los recuerdos eran muy grandes y en medio de la alegría de vivir, pesaban mucho. Mi bisabuela Alicia lloraba mucho cuando fue viejita, recordando a su Asturias natal, a donde nunca regresó y a cada uno de sus familiares a los que más nunca volvió a ver. Mi abuela Tomasa, viviendo en el hogar de ancianos que le permitió vivir más, lloraba desconsoladamente cada vez que la visitamos. Estaba bien, no le faltaba nada, pero en realidad lloraba porque le faltaba todo. Yo, me estoy poniendo viejo, no puedo hablar por teléfono con mi suegra Marta en Cuba, se me hace un nudo en la garganta, se me traban las palabras, tengo que soltar el teléfono, tomarme unos minutos para luego regresar.
Mi amigo Ruso me ha dicho que la entrada oficial a la vejez es a los 65 años, por lo que todavía no tengo el carnet. No sé si es oficial por estudios científicos o sencillamente se apela a la posible y legal fecha del retiro laboral como frontera; pero todavía nadie me ha dicho a qué edad se puede llorar sin parecer un extraño.
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