domingo, 21 de septiembre de 2025

628.- ¿Pueblo Unido?

En muchas ocasiones ya, es un tema recurrente en mí, he hablado de la familia cubana y, sobre todo, de quién dividió y divide a esa familia y como consecuencia, a los cubanos.
Dejo claro, al menos para mí, que cuando queremos somos un pueblo agradable, a veces divertido en excesos, quizás preparado para sobrevivir en los peores escenarios y a pesar de todos los pesares, solidario, pero paralelamente, pasaremos a la historia como un pueblo extremadamente dividido, tan dividido a veces que no somos capaces de ponernos de acuerdo si el Sol aparece por el oeste con el movimiento de la Tierra o si nuestro planeta es plano o esférico.


Si algo recuerdo de los cuentos de mis abuelos y viejos cubanos es que la familia era intocable, sagrada, en la casa no se hablaba de política, ni de religión, no se discutía en alta voz, no se ofendía a las personas, se respetaba a los viejos sólo por sus canas. Se podía ser pobre, se podía tener un solo vestido o par de zapatos, pero el respeto, la consideración, y, sobre todo, la unidad familiar era una tradición inamovible. Se podía ser pobre, de esos de andar a pie y no tener para comer tres veces al día, pero no se podía robar, no se podía prostituirse, cualquier trabajo era bien visto.
Daba igual si la familia fuera blanca o negra, nuestra tradición fue mayormente española y durante muchos años conservamos la tradición casi feudal de mantener a la familia y por tanto sus integrantes a salvo. Al considerar a la familia de donde se formaba parte, se terminaba considerando y respetando a las otras familias. Dios te cogiera confesado si faltabas el respeto a un anciano, a un vecino, a un maestro. Existían contradicciones, siempre han existido, pero ellas no agredían al respeto. Tantos eran los códigos que se desarrollaron, que a veces una mirada bastaba para explicar o dar una orden.
Entonces llegó la revolución y digo llegó porque es mentira que todo el pueblo cubano la hizo, y lo primero que planificó fue cambiar esos códigos.
Hace poco escuché a una persona, mujer, mulata cubana, decir que estábamos pasando lo que pasamos como pueblo, porque expulsamos a Dios de nuestras casas y peor, lo sustituimos por la imagen de Fidel Castro y sin ser yo religioso y apartándome de todo análisis profundo al respecto, le encuentro cierta lógica al asunto porque, entre otras cosas, fui testigo.
La religión, la buena, sea de la denominación que sea, trata de mantener valores humanos y familiares, trata de concebir y defender el bien, la honestidad, el respeto, la responsabilidad. Las famosas y conocidas imágenes de “El Corazón de Jesús” tan común en nuestros hogares, fueron sustituidas por fotos de Fidel Castro, el Che Guevara y otros más. Los más destacados llevaron esas fotos ridículamente a los portales y balcones, ellas eran por sí solas, una declaración.
La revolución que se vendió como verde como las palmas, pero muy rápido torció a exclusivamente roja, se impuso no como ideología, sino como una doctrina de fe.
Entonces muy bien planificadamente se dirigió la oposición dentro de la propia familia. Nuestros padres primero fueron llamados a combatir a sus padres, que era más que claro que muchos no podían entender todo lo que pasaba diariamente. Nuestros padres actuaron como represores de sus padres en nombre de esa revolución que poco a poco dejó de ser real para convertirse en imaginaria. Nuestros padres fueron los que descolgaron los cuadros de Jesús debajo de los cuales habían crecido bien, sanos y educados. A los abuelos y los viejos se les calló, se les prohibió opinar y defenderse, bajo la justificación de que ellos no sabían nada. Eran el pasado.
Luego esos mismos padres fueron los represores de sus hijos. A ellos se les orientó ser la primera barrera de contención. Nuestros padres no nos escucharon, se negaron a entender nuestros argumentos, se aferraron a aquellas ideas de cuando la revolución se nombró verde y no les importó reconocer errores, fracasos, descalabros, caprichos, sólo cambiaron y trataron de imponer otro color. Su revolución no hacía falta verla, no hacia falta criticarla, ella existía y ya. La máxima casi fue, si existes tienes que estar a favor, sino cállate y dejarás poco a poco de existir.
Con ese ajiaco crecimos muchos. Nuestras abuelas hablándonos bajito por miedo a ser escuchadas y requeridas por sus hijos, enseñándonos a rezar casi a escondidas, nuestros padres tratando de imponer sus ideas y sobre todo silenciando a su joven descendencia. Las abuelas podían cocinar, lavar, limpiar, cuidar a sus nietos, para que sus hijos “integrados” hicieran revolución, pero no podían ni hablar del pasado y menos cuestionar al presente. Los que sabían del presente, dejaron de ser científicos y lógicos para abrazar y seguir sin pensar lo que otros decían hasta lo brutalmente ilógico.
Con esa familia descojonada, se comenzó a vivir en comunidad y entonces todos nos vigilábamos. Bajo el rubro de revolucionarios se orientó estar al tanto y delatar cualquier conducta que estuviera fuera de lo que unos pocos habían definido como conducta y entonces comenzaron a destacarse los “combativos”. Cada familia, cada casa, tenía un expediente de quién entraba, quién salía, a qué se dedicaban, quiénes eran más entusiastas y quiénes no. Se declararon a familias enteras como “enemigas”, aquellas tibias, poco incorporadas, religiosas, con relaciones con el exterior, etc. Se conocía y manejaba con quién te acostabas, se llevaban las cuentas de los divorcios y la forma en que se criaban a los hijos.
Los que emigraron, fueron declarados muertos. No existían, quizás jamás existieron. Se les orientó a los hijos, que lo impusieron a sus padres e hijos, que el “norte” era enemigo y todos aquellos que vivían allí lo eran también. Se orientó dejar de querer a un hermano, a un padre, incluso a un simple amigo que se había mudado de país y nos entregaron nuevos hermanos y padres a los que de la noche a la mañana nos exigieron que teníamos que amar.
Con este caldo entonces llegábamos a estudiar y desde la primera adolescencia se nos obligó a criticarnos públicamente en asambleas, con aquello de: no hice la tarea, converso demasiado, llegué tarde y peor, se obligaba a los compañeritos de aula, a los amiguitos de juegos, para criticarte, con aquello de no hace la tarea, conversa demasiado, llega tarde. Semanas por semanas, meses por meses, años por años aquellas desbastadoras asambleas con nombres simbólicos de críticas y autocriticas. Así fuimos sancionados por nuestros propios compañeros, incluso por aquellos que tenían mucho menos rendimiento académico. El aprendizaje no era tan importante, se podría ser un burro, sólo que había que ser un burro revolucionario.
El largo del pelo, una música, un pantalón más apretado, una goma de mascar, a veces original, otras fabricadas con la resina de frutas y saborizadas con pasta de dientes puestas en el refrigerador sobre todo para los sábados de fiesta, ciertos tipos de lecturas y películas y por supuesto no ver lo que no existía, pero muchos decían que sí existía, ser sencillamente amanerado, ya no homosexual, ocurrírsete creer en algún dios, incluso uno inventado por ti mismo, no hacer una guardia, no cumplir o sobre cumplir una norma agrícola, negarte a comer chícharos, etc., fueron actos y eventos que marcaron a muchas personas.
Así llegamos a los trabajos donde nos sabíamos vigilados. Los sindicatos, de una profunda tradición en Cuba, dejaron de cumplir su misión histórica y sólo existían para garantizar a la administración que hiciera lo que le daba la gana. Con la deformación que ya traíamos, comenzamos a vivir dentro de aquello de “asambleas de méritos y deméritos” y comenzamos a fajarnos, a veces más que a las palabras, con nuestro compañero más cercano, por un ventilador plástico soviético, por una batidora también soviética, por una semana en una casa en la playa.
Todo consistía en guardar la información negativa para sacarla oportunamente, cosa que lejos de ser criticada, se valoraba. No es de ocultar que se crearon verdaderos especialistas en almacenar información negativa para exponerla tan pronto hiciera falta. Paralelamente todo era un reguero, del cual no se hablaba, sólo se reunía a las personas para levantar la mano y aprobar cosas. Se estableció algo llamado “Centralismo Democrático” que estableció que, aunque no estuvieras de acuerdo, tenías que cumplir lo que decidía la mayoría; mayoría que siempre estuvo comprada, chantajeada, utilizada, etc.
Conspiraciones para subir de puesto, conspiraciones para poder acceder a un viaje de trabajo, conspiraciones para obtener una mejor silla o una computadora más moderna. Se evaluaba poco el resultado laboral, eso podía esperar, lo importante era el resultado como revolucionarios. Cuántas guardias, no importaba si te quedabas dormido; cuántos trabajos voluntarios, no importa si “casualmente” te ponías a repartir el agua; cuántas misiones internacionalistas, aunque hubieras ido a traficar y/o tener novias y para eso hubieras dejado a tu familia “a la bartola”. Siguiendo el ejemplo del Che que le dejó los cuatro hijos a su esposa y sobre todo a la revolución de Fidel o a Fidel con su revolución, se valoró a aquellos que se fueron a resolver los problemas a otros que ni conocían, dejando sus problemas para que otros se los resolvieran.
Así, un día, sin previo aviso oficial, caímos con el campo socialista, a pesar de lo lejos que nos quedaba. Así comenzaron las diferencias abismales entre aquellos que tenían dólares y aquellos que no. Así caímos en aquellos mítines de repudio dónde la diversión de los llamados revolucionarios fue torturar a sus vecinos o compañeros de escuela y trabajo. Golpizas, semanas con el agua y la electricidad cortadas, destrucción de casas, tiradera de cualquier cosa, incluyendo huevos y un ejército apostado delante de las casas gritando, burlándose, agrediendo, sacándole trapos sucios a aquellos que durante años habían sido sus más cercanos y se habían cansado de resistir.
Familias enteras, niños y ancianos incluidos, que fueron marcados a “interés popular”. Tal como con la letra escarlata “A” con que dicen se marcaba a las mujeres adulteras en el siglo XVII o con la estrella amarilla con que se identificaba a los judíos durante el Holocausto, en Cuba se impuso el término “Escoria”, o sea, residuo o despojo.
Entonces los cubanos aprendimos a mentir y convertir a la mentira en nuestro modo de vida. Comenzamos a tener dos vidas, una dentro de la casa, dentro de la escuela, dentro de los trabajos y otra, a veces sólo comentada con los muy íntimos e incluso no comentada, con nuestras verdades.
Con sólo esto: ¿Cómo vamos a poder ser un pueblo unido?, ¿Cómo vamos a poder vencer nuestras diferencias, si cada uno de nosotros, es la diferencia.

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