lunes, 20 de mayo de 2019

Orgullo Gay, la otra gran mentira. (Parte 1)


No soy homosexual; aún. JAJAJA. He aprendido a no decir asegurar tanto por lo “de esa agua no beberé” JAJAJA. Creo que, de haberlo sido, lo hubiera hecho público y lo hubiera defendido a capa y espada tal como defendí otras ideas, lo que de seguro me hubiera traído más problemas en el país donde crecí, más de los que en realidad tuve.

Nací en una familia que, como muchas otras, vivió muy intensamente las exigencias de los años 60 y 70. Mi padre fue de esos hombres, que además o primero que revolucionario fue muy masculino y para colmo oriental, era un santiaguero clásico. Recuerdo con agrado que le gustaba el ron, las fiestas, los bailes y, sobre todo, las mujeres, para las cuales, tenía, al parecer, algunas características especiales.

Siempre fue delgado, bien parecido cuando joven, muy enérgico, muy trabajador, muy conversador y, sobre todo, cuando no estaba bravo, muy jodedor. Para mí, apartándome de sus posibles miles de errores, fue un tipo genial con el que siempre daba gusto compartir, daba igual un trabajo o una festividad. Mi padre, enamorado de sus primeros tres hijos varones, después en busca de la hembra tuvo dos varones más, de los que yo fui el primogénito, trató de transmitirnos sus experiencias e historias de forma anónima sobre las mujeres. Cuando fui grande comprendí que muchos de aquellos cuentos eran historias reales de su propia vida. Lo disfrutaba.

La vida de mi padre encontró entonces precisamente en la Revolución Cubana, un buen espacio para desarrollarse plenamente. El gobierno cubano fue desde siempre un gobierno machista, donde por muchos años, los hombres, muchos antiguos guerrilleros, eran los que llevaban la voz cantante. Tan machista fue el gobierno que, durante muchísimos años, Fidel Castro, a pesar de tener familia, esposa e hijos, exhibía a su cuñada Vilma Espín, desde los inicios por casualidad presidenta de la Federación de Mujeres Cubanas, en la función de Primera Dama, cosa, aunque enormemente deformada, todos en Cuba veían bien. La mayoría, por mucho que hoy nos duela, entendían y apoyaba a su macho Alfa.

La Revolución, que muy rápido no encontró la pintura color verde de las palmas con que pintar su actuación y tuvo que utilizar el color rojo importado de la URSS, fue desde siempre un proceso para hombres y, además, por excelencia pública, extremadamente machista. Mientras más macho, más tosco, más salvaje, más cercano al animal, mejor revolucionario se era. Desde los primeros momentos se trató de abolir aquella figura refinada del hombre capitalista y se trocó por la de un hombre a medio afeitar o barbudo, en ropa y calzado de trabajo o uniforme militar. Mientras más sudado, más cerca se estaba del proletariado.

La revolución necesitaba macheteros, combatientes, constructores, militares y para eso había que tener una sola condición, ser hombre probado. Para nada hacían falta artistas, bailarines, poetas, arquitectos, diseñadores, mucho menos homosexuales.

Ser homosexual, por aquellos años no se mencionaban otras denominaciones más conocidas hoy, era punto menos que un suicidio como grupo social o como individuo. Los homosexuales fueron declarados como lacra o lumpen de la sociedad, enemigos del proceso revolucionario. No importaba lo que pensaras, no importaba lo que hicieras, no importaba incluso que te nombraras a favor de la Revolución, si eras homosexual estabas condenado a sufrir, a ser apartado, mal visto, maltratado. No sólo los homosexuales digamos confesos, sino, increíblemente, aquellas personas que pudieran presentar, si eran hombres ciertos rasgos finos, delicados o de simple amaneramiento y si eran mujeres algo de poco feminismo.

En la locura por sobrevivir de los primeros años, la Revolución llegó a poner presos, en aquellos campamentos llamados UMAP, parecidos a los GULAG soviéticos, parecidos a los campos de concentración de la Alemania Nazi sin cámaras de gas, entre otros, a los que eran acusados de homosexualidad, muchas veces sin la más mínima prueba. Alguien se levantaba en una reunión y decía, creemos que Rolando es homosexual y entonces la fuerza de la masa reunida, como en las jaurías, se te venía encima. No hacía falta pruebas, no tenías que salir a la calle vestido del sexo opuesto, no te tenían que coger haciendo el amor con alguien parecido a ti, la Revolución dio el pie forzado y los revolucionarios se encargaron.

Entonces, crecí en un medio machista, donde era extremadamente bien visto y valorado tener varias novias, muchas novias y donde la mayor ofensa que se le podía provocar a alguien era gritarle muy fuerte, maricónnnnn.

Los homosexuales o los parecidos a ellos fueron sacado de las aulas universitarias y de muchos centros de trabajo por no ser confiables. Fueron repudiados en secreto y peor, públicamente. Fueron mal vistos por sus familias, las que se lamentaban, al menos públicamente, de que Rolandito hubiera nacido con “ese defecto”. Fueron marginados por amigos, tal como si la homosexualidad se pegara por el simple beso o apretón de manos. Los homosexuales, casi todos, se quedaron solos.

Y entonces, muchos se escondieron, disimularon su verdadero interés para no ser reprimidos, para poder progresar dentro del progreso prometido. Muchos se casaron, formulando matrimonios revolucionarios sólidos que darían hijos fuertes a la Patria. Otros, obstinados de la represión y marginación por lo menos silenciosa, entonces se declararon en contra de la Revolución, convirtiéndose parte de ellos en lo que en Cuba llamamos “de carroza”, o sea, problemáticos, chismosos, excéntricos, de malos sentimientos. Su actuación, sabiendo que no podían aspirar a mucho, fue llamar la atención.

Crecí en medio de todo este panorama tratando de imitar a mi padre como macho, lo que me aseguraba ser bien visto, y a la misma vez, tratando de entender el fenómeno de la homosexualidad como algo normal, que existió desde siempre y continuará existiendo. ¿Le grité maricón a alguien o lo evalué en secreto como con problemas? No recuerdo, pero lo más seguro es que si, siguiendo la tendencia del momento que viví, del cual cuesta trabajo y años de pensamiento apartarse.

Pero como la vida es sabia, enseña. Me gradué en la Universidad y en mi primer trabajo yo con 23 años, mi primera jefa directa fue una homosexual pública que mantenía un amor total dentro de las paredes del museo y en las calles de la Habana Colonial. Ella, buena profesional, me enseñó a trabajar, me enseñó a pensar y a escribir como un historiador, aguantó mis problemas como joven recién graduado, me quiso. Llegamos a hacernos amigos y dentro del gran trabajo que hicimos juntos, me defendió, creo hoy más de la cuenta. Muchas veces puso su nombre como garantía frente al gran poder político. Primera gran experiencia.

Después de varios años y cansado de los problemas “ideológicos” en mi primer trabajo, me fui a trabajar al Ministerio de Cultura, donde a pesar de la dirección machista de aquellos años, los homosexuales tenían mejor cabida. Mi jefe directo fue un homosexual público con pareja incluida dentro del Ministerio. Incansable trabajador, buen profesional en todo lo que hacía. Como estaba más allá del bien y el mal, lo respetaban, pienso que muchos le temían. Fue muy bueno conmigo, yo subordinado constantemente insubordinado. También me enseñó, me dio responsabilidades que me hicieron crecer. Paramos en amigos, más allá de las 8 horas de trabajo obligatorias.

Estando allí, apareció en Cuba la hoy famosa película Fresa y Chocolate, no sé si fue el primer intento franco por darle valor a lo que hasta ese momento fue considerado un problema, la homosexualidad, o fue algo que definitivamente se les fue de las manos. Le conseguí a mi amigo las entradas para la premier y como pago al día siguiente no trabajamos, mi amigo se dedicó todo el santo día a contarme segundo a segundo la película, los diálogos, la música, el ambiente, las caras, etc. Él estaba muy feliz, probablemente presenció en la pantalla grande parte de su vida. Pasaron años para que yo pudiera ver la película directamente, ya la había visto, mi amigo no sólo me la contó, sino que la actuó para mí.

Con él conseguí mi primer viaje al exterior para quedarme, él lo sabía, él me apoyo desde su posición de mi jefe directo, cosa que pudiera parecer fácil, pero para los que conocen Cuba saben que es una acción y apoyo más que arriesgado, podría mi amigo haber perdido su credibilidad y más, su trabajo.

La vida enseña. Uno de mis últimos trabajos en Cuba fue en un restaurante de los llamados de lujo por aquellos años, no sólo de lujo, sino con una gran historia dentro del mundo gastronómico estatal, por muchos años, antes de construirse el Palacio de las Convecciones fue el restaurante del Gobierno, entonces el propio Fidel había comido varias veces allí con sus invitados extranjeros.

Cuando llegué, para mí un mundo totalmente desconocido, descubrí que el maître y los tres capitales de salón, o sea, los que realmente conocían y dirigían la gastronomía, eran homosexuales y eso no era lo complicado, sino que como habían sido muy maltratados desde el punto de vista administrativo por jefes machistas revolucionarios, ellos, cansados de ofensas y burlas, habían creado, tal como los húngaros, un idioma, unas señas y unas estrategias que sólo ellos conocían. La gerencia de aquel lugar, dentro de la que me encontraba, estaba ciega, ellos, en realidad, controlaban el restaurante.

Mi trabajo era directamente con ellos y muy rápido me enteré de que me estaban escondiendo no sólo la pelota, sino los guantes, los bates, las bases y el reglamento del juego. Tenía que dirigirlos y no sabía qué, ni a quién dirigir. Duro, porque mi labor se veía afectada diariamente por acciones que no se veían. Entonces descubrí que tenía que abrazarlos, besarlos en las mañanas, preguntarles por sus parejas, conversar de cómo se habían metido en el chorizo de la homosexualidad, compartir sus alegrías y sus frustraciones, y poco a poco los cielos se fueron abriendo. Me reconocieron como uno de ellos y me entregaron las mieles. Eran buenos profesionales en sus especialidades, sabían muchísimo más que yo de las diferencias entre una langosta y un bistec de carne de res.

Esa es mi experiencia, con personas que fueron maltratadas, marginadas, quizás repudiadas, no sólo por la sociedad, sino, aunque resulte increíble de creer, por sus familias. Fueron considerados defectuosos y como tal, el gobierno y sus seguidores, que decían que construían un espacio y tiempo diferente, “0 defecto” al estilo japonés, los apartaron.

Los homosexuales e incluso algunos que no lo eran, pero filmaron bien, fueron expulsados por el Mariel. Al menos en ese momento ganaron. El gobierno, utilizó la salida del país para sacarse de arriba a todos los que no convenían. Las cárceles fueron vaciadas, los delincuentes sancionados, incluso por asesinatos, fueron enviados en aquellos barcos que vinieron a buscar a sus familiares. Junto a aquellos delincuentes, llamados popularmente “escorias” fueron sacados de Cuba todos los homosexuales que quisieran irse porque, como he dicho anteriormente y se ha dicho mucho, fueron considerados enemigos de la machirevolución.

 Hasta que un día, no hace mucho tiempo aún, comenzamos los cubanos a escuchar el nombre de Mariela Castro y su Centro Nacional de Educación Sexual, (CENESEX) y a presenciar actividades hasta ese momento inimaginables. ¿Quién podría haberle dicho a mi padre que vería una marcha - conga por las principales calles de La Habana, donde grupos de homosexuales bailaban, brincaban y se burlaban de todos los heterosexuales que observaban asombrados desde las aceras? ¿No a mi padre, que al final fue un tonto más, quién se lo hubiera dicho al Che, a Almeida, a Ramiro Valdés y hasta el propio Comandante en Jefe?



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