Durante muchos años tuve la suerte de acceder a la Revista “Palabra Nueva”
que edita la Arquidiócesis de La Habana. Tía Angelita y Tía Georgina las
conseguían y me las guardaban, como muestra de esa complicidad genuina que
muchos cubanos tienen. A veces la entrega era publica, otras era medio
escondida, en dependencia del público presente o del contenido de la revista en
una determinada ocasión. Era divertido, en cada cubano vive un agente de la contrainteligencia.
La revista, de circulación muy limitada, al margen de los temas
religiosos, que no son mi fuerte, siempre incorpora artículos o ensayos sobre temas
sociales, económicos, culturales, de la actualidad cubana. Como no es un
espacio dirigido y controlado por el Gobierno Cubano, al menos oficialmente, las
ideas que se podían leer en ella, casi siempre correspondían más a la realidad
que uno vivía en la calle y al sentimiento de la mayor parte de la población,
que lo que uno obtenía de los viciados medios de comunicación oficiales.
Allí descubrí a muchos escritores cubanos que nunca aparecían
en otros medios, y sobre todo a autoridades de la Iglesia Católica, como Jaime
Ortega Alamino, primero sacerdote, luego
arzobispo, hoy cardenal, no muy amigo de los gobernantes, y a Monseñor Carlos
Manuel de Céspedes y García Menocal, por aquellos años director del Seminario de
San Carlos y San Ambrosio de La Habana, cuyos escritos no solamente eran buenos
desde el punto de vista intelectual, sino que fascinaban.
Desde hace muchos años, Orlando Márquez, el autor
del artículo que abajo reproduzco, es el editor de la revista y por supuesto
con mucha frecuencia también deja sus “reflexiones” en ella con artículos de
actualidad.
Para una gran parte de los cubanos que salimos de
Cuba, a pesar de que nuestra acción marca un antes un y después, quizás un
aparente desinterés por las cosas que pasan o puedan pasar en la Isla,
cualquier información sobre Cuba nos mueve el piso. Incluso los más renegados o
aburridos, cuando escuchan el nombre de esa tierra, paran las orejas y miran
por el rabito del ojo.
“La vida no es un ensayo”, es precisamente uno de
esos artículos que los cubanos, o al menos yo, quisiéramos leer con más
frecuencia. Puedes estar 100% de acuerdo o no con lo que dice el autor, pero
evidentemente la posibilidad de reflexionar sobre lo que está diciendo deja el
camino abierto para otras alternativas. Además poder leer sobre lo que piensas, hace pensar que no estas totalmente equivocado.
A continuación reproduzco el artículo completo para los que, como yo, puedan estar interesados.
La vida no es un ensayo
Escrito por Orlando Márquez
El anciano pidió enseguida la palabra, no
quería ser ni el segundo ni el quinto, sino el primero en intervenir cuando se
comenzara a debatir el primer panel del evento “Un diálogo entre cubanos”,
convocado por Palabra Nueva en abril del pasado año. Preguntó
cuándo se pondrían en práctica algunas de las propuestas del documento “La
diáspora cubana en el siglo XXI”, y habló de las rumoradas reformas migratorias
que esperamos por tanto tiempo, del reencuentro natural e integral entre los
cubanos separados por la emigración, y de las reformas económicas que
permitieran una participación amplia y total de los interesados, de dentro o de
fuera, por el bien de la Isla: “¿Cuándo será eso? ¡Porque ya yo no tengo mucho
tiempo!”, dijo para concluir su intervención.
Y dijo más… Su exposición sorprendió a
unos cuantos, no por lo que dijo sino por quién lo decía. Pero si él
precisamente no tenía respuestas, nadie en la sala las tendría. Revolucionario
y comunista de siempre, Alfredo Guevara volvió a acomodar el saco sobre los
hombros y el cuerpo en la silla probablemente sabiendo que no habría
respuestas. Pienso que solo quería compartir su angustia con los demás, una
angustia que no tiene colores políticos ni ideológicos, porque es,
esencialmente, angustia humana, aunque aquellas la provoquen. Y es cierto que
no tuvo tiempo; meses después murió, aunque alcanzó a ver la eliminación del
injusto permiso de salida que sí le molestaba aunque no lo sufriera directamente.
Otros muchos han muerto sin haber visto siquiera las incipientes reformas
actuales, habiendo vivido siempre bajo el peso de las prohibiciones y los
controles, los mismos que aún desean mantener los seguidores disciplinados de
un polvoriento manual que no incluye un capítulo para hacer la vida normal a
los ciudadanos.
La categoría tiempo es demasiado
importante como para no darle la atención que merece. Con todo respeto pienso,
luego digo, que este proceso de reformas o actualización, debería ser con prisa
pero con pausas: con prisa para avanzar de forma expedita y sin titubeos, pero
con las pausas estrictamente necesarias que posibiliten redireccionar el cauce
o apartar los obstáculos estructurales o humanos que impiden el avance.
Si pensamos en la situación cubana de hace
siete años, no es tan difícil reconocer los cambios ocurridos en la sociedad,
casi todos de orden económico, pero con repercusiones en el orden social y, de
algún modo, en lo político. La decisión más importante y digna de todo reconocimiento,
ha sido la de eliminar el permiso para viajar al exterior –salvo en casos que
restringe la ley–, porque a pesar de otros controles que todo Estado ejerce
sobre los ciudadanos, este es un importantísimo reconocimiento a la libertad de
movimientos de los individuos, derecho humano fundamental, tanto como el
derecho a la salud o a la educación, garantizados ya desde hace mucho tiempo.
Pero ese y otros cambios, por ser tantas las carencias y las restricciones
acumuladas, resultan apenas perceptibles mientras no beneficien a un sector
cada vez más amplio de la población, ni incidan en los índices económicos.
La actual propuesta de alcanzar un
“socialismo próspero y sostenible” indica, nada más y nada menos, que antes
habíamos vivido un socialismo no próspero y no sostenible. Y no es poca cosa,
porque el antes significa cinco décadas, el tiempo de más de
tres generaciones de cubanos. Basta ver lo que podemos hacer en cinco minutos
–desde nacer o agonizar hasta la muerte, escribir un mensaje, leer una noticia,
levantar un pedazo de pared o ayudar a un amigo–, para reconocer la importancia
del tiempo. Duele demasiado saber que no lo hemos aprovechado como debíamos,
porque no se trata de un bien material que puede ser recuperado en otro
momento. El tiempo perdido no vuelve, porque nunca lo hemos poseído, no podemos
recuperarlo ni adquirirlo en propiedad, tan solo medirlo y ocuparlo bien o mal,
nada más.
De modo que cuando hablamos de recuperar
el tiempo, en realidad indicamos la voluntad de aprovechar mejor el tiempo
presente. Se puede hacer en el presente lo que no se hizo en el pasado, pero
las ventajas de hacerlo hoy ya no benefician del mismo modo ni a las personas
ni a la sociedad, ni tienen las mismas consecuencias, porque el tiempo de las
personas que ya no están entre nosotros, sus energías y capacidad de respuesta,
se fueron con ellas, a la tumba o a otro país.
Por ello, es importante que el proceso de
reformas iniciado avance de forma expedita. Es comprensible que se intente
evitar el desbordamiento, o el desboque de los “caballos del mercado”, pero tal
criterio no puede pesar más que las urgencias económicas y existenciales de las
personas, las familias y el país; ni tampoco impide –más bien fomenta– la
burocracia, el mercado negro y el enriquecimiento ilícito. Hallar el punto de
equilibrio entre las consideraciones políticas y las demandas ciudadanas es
siempre el reto de todo servidor público, y eso es precisamente lo que le
permite lograr la confianza ciudadana.
La cuestión del tiempo en este proceso de
reformas es importante por varias razones.
Primero, porque lo que se ha anunciado,
por muy escaso de especificidades que haya sido, suscita expectativas muy
naturales en una ciudadanía preparada para conquistas mayores, pero con
espacios muy limitados y mordida por el desaliento; y el desaliento ciudadano
no es buen aliado de nadie ni de nada.
Segundo, porque a pesar de lo puesto en
práctica, los indicadores económicos y la canasta familiar siguen siendo
escuálidos.
Tercero, porque no se puede aspirar a
construir un país y una sociedad prósperos si no se posibilita la existencia de
ciudadanos prósperos y no se abren las puertas a las fuentes de finanza que
generen prosperidad, lo cual no elimina la propuesta de la función social de la
riqueza. La idea de un país rico sin ciudadanos ricos puede parecer original
pero no lo es, pues eso fueron la Unión Soviética y la China de Mao: países de
grandes riquezas habitados por pobres.
Cuarto, porque las estadísticas y
pronósticos nos anuncian, sin disimulos, que para el 2030 seremos un país con
el 30 % de la población con más de sesenta años, similar a algunos países
desarrollados pero con una peculiar diferencia: nuestro tercio en edad adulta y
no productivo, sería un sector pobre en un país subdesarrollado y pobre.
Quinto, porque si lo anterior se cumple
como se pronostica, tal vez el mejor modo de enfrentarlo sea crear condiciones
que, por un lado, estimulen la natalidad y, por otro, desincentiven la
emigración e incentiven la inmigración de gente más joven dispuesta a trabajar
e invertir aquí capital y conocimientos, incluidos cubanos emigrados dispuestos
a regresar.
Sexto, porque es una pérdida de tiempo
insistir en la ineficacia probada de la propiedad estatal sobre toda rama de la
producción y los servicios; resultan demasiado aburridos y absurdos los mismos
llamados a la eficiencia, al control y a la disciplina laboral en las empresas
estatales, publicados en la prensa oficial hace veinticinco años o la semana
pasada.
Séptimo, porque la desventaja económica y
tecnológica, tanto del país como de los ciudadanos, nos coloca en una posición
vulnerable ante la necesidad de insertarnos en una economía globalizada y la
posibilidad del levantamiento del embargo-bloqueo de Estados Unidos.
Octavo, porque la estabilidad económica y
la prosperidad personal y familiar, pueden ser un medio eficaz –no el único–
para ese noble fin de recuperar determinados valores ausentes hoy en la
sociedad; “la necesidad carece de ley”, según el viejo apotegma, y muchas de
esas conductas antisociales e inmorales son provocadas, en parte, por las
escaseces materiales acumuladas generacionalmente y sus consecuencias: el robo
en las entidades estatales, la imposición de controles que contradicen la
libertad que se pretende defender, el irrespeto a la autoridad, el tráfico de
influencias de quienes ocupan altas responsabilidades y obtienen bajos
salarios, la falta de viviendas o el deterioro urbano.
Noveno, porque acelerar la reforma o
actualización y generar riqueza, sería el mejor modo de detener, y remontar
después, la decadencia de los dos sectores más importantes de la sociedad: la
salud y la educación.
Y décimo –y no menos importante–, porque
cuanto más avanzado esté el proceso de reformas, más propicio será el escenario
para quienes tendrán la responsabilidad política de conducir el país en el
futuro inmediato. Tienen razón los obispos cubanos cuando afirman que “la mejor
herencia que podemos dejar a las generaciones futuras es… trabajar por lograr
un presente mejor” (“La esperanza no defrauda”, no. 22).
“La economía, estúpido”, fue la frase ya
antológica de James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill
Clinton, que dio el repunte y la victoria al candidato demócrata en 1992 sobre
el aparentemente imbatible George Bush, entonces más preocupado por la política
internacional. Y es cierto que la economía es muy importante, como lo demuestra
este mismo proceso de reformas o actualización que intenta, además, poner orden
donde ha prevalecido por tanto tiempo el desprecio a las leyes económicas, y no
por falta de talentos y buenos criterios de especialistas formados aquí mismo y
pocas veces tenidos en cuenta.
Pero para la Iglesia –y el cristiano–, la
esencia del tema es más compleja y rica. Contrario a lo que algunos suelen, con
cierta ligereza, interpretar, no se trata de un favoritismo por el mercado y el
rechazo a políticas que buscan mantener en el mínimo posible las brechas
sociales. Ya sabemos que, entre nosotros, las críticas no oficiales, ciertos
señalamientos de orden social o simples llamados de alerta, pueden ser
interpretados por algunos como postura de enemigos. Para la Iglesia –y para mí
en lo personal–, no se trata de una elección teológica entre capitalismo y
socialismo, ni de reducir la cuestión a meros índices económicos o gritos de
denuncias de masas.
Hay algo que está por encima de la
economía, la política y los partidos: es la persona, es el ser humano el centro
de la cuestión, el sujeto supremo en la lista de prioridades, el eje alrededor
del cual se genera, y adquiere su auténtico valor, todo proyecto social. Creado
libre por Dios para vivir siempre en libertad, para buscar la verdad y
emprender acciones que lo dignifiquen en cuerpo y en espíritu, es el ser
humano, en su condición individual y social, quien debe ocupar siempre el foco
principal de toda acción política, económica, cultural y social. Ante la
libertad y dignidad del hombre, de todos los hombres, todo proyecto social solo
es útil si las reverencia y les sirve.
Esa libertad y dignidad han de prevalecer
en el tiempo que vivimos en este mundo y la vida no es un ensayo, tenemos la
oportunidad de vivirla una sola vez, y ese tiempo es sagrado.