martes, 16 de enero de 2018

Fredericksburg

Siempre que se intenta viajar, pasa lo mismo. Planes de lugares a visitar y cosas para hacer y luego, lugares que se visitan y cosas que se hacen fuera de plan. Al final, cuando le estás cogiendo el gusto, todo termina, tal como le pasó a Cenicienta y tiene uno que regresarse, con el sentimiento de que, me hubieran hecho falta más días, no importa si has estado una semana, dos, un mes, etc.

Selfie en el lugar de los panes rellenos.
Como una curiosidad de mí, o nuestro, último viaje a Texas hace pocas semanas, fue la visita – paseo a un singular pueblo que está como a una hora de camino, en las afueras de San Antonio.

Como estaba planificado, nos dispusimos a salir una de las mañanas. Primero pasamos por el lugar de los muy ricos panes rellenos que Jonathan descubrió en Omaha y que por suerte existe en la ciudad donde la otra parte de nuestra familia vive y cargamos dentro de nuestros estómagos como si el viaje que nos proponíamos hacer fuera trasatlántico. Muchos panes.
San Antonio. Lugar de panes rellenos.


Después de animada charla, todos metidos en un mismo carro, llegamos a Fredericksburg, pequeño pueblo de origen alemán, que hoy su mayor riqueza es haberse convertido en una atracción turística para norteamericanos y ciudadanos de todo el mundo.

El lugar, más allá de un simple y común pueblo, es  una gran curiosidad, pienso yo porque está en tierra firme, rodeado de nada o rodeado de campos áridos, en un pedazo de tierra que un día fue española-mexicana o mexicana-española, donde hasta cierto punto es normal ver mexicanos y sus descendientes, tacos, mariachis, etc., todo esto hoy, claro está, bañado o salpicado por la cultura norteamericana o mejor, como muchos de ellos mismos dicen, texana, que pudiera parecer lo mismo, pero no es igual. Y digo esto, porque dentro de las cosas que escuché, que no puedo decir que funciona como una ley absoluta, pero si parece ser un sentimiento muy arraigado en muchos, fue la idea de que, “…, yo no soy norteamericano, yo soy texano”.

 Un poco de historia no viene mal.

Fredericksburg, al parecer es el mejor ejemplo de la tradición alemana en Texas, fue fundado a mediados del siglo XIX, cuando artistas, escritores, poetas, profesores universitarios, o sea, ciudadanos alemanes con cierta preparación intelectual y posición económica, que huían de las deplorables condiciones políticas y sociales en su tierra natal, se instalaron en Texas y comenzaron a vivir como granjeros, estancieros y cowboys.

Si los protagonistas de esta historia hubieran sido españoles, pues hubieran ido a pedir dinero a los reyes, hubieran recogido a un grupo de vagabundos en las calles y con un poco de chorizo, tocino y vino, hubieran llegado a Texas a “follarse”, según el mejor castellano de España, a las nativas americanas, luego se hubieran fajado entre ellos, por aquello de madrilistas o catalanes y por supuesto, nadie le hubiera devuelto el dinero a la Corona, que hubiera quedado más pobre de lo que ya era. Peor. Si los protagonistas hubiéramos sido cubanos, habríamos hecho una fiesta con mucho ron y puerco asado y un poco de sexo, y al final de la noche, sobre las puertas de nuestras casas, nos hubiéramos lanzado  al mar, sin brújulas, sin velas, incluso sin remos, hubiéramos desembarcado diciendo que éramos el pueblo escogido, o al menos el otro pueblo escogido y luego hubiéramos caminado y bailado  hasta Texas a golpes de tambores afrocubanos, donde al llegar hubiéramos fundado Nuevo Pinar del Río, Nuevo Camagüey y por supuesto el Nuevísimo Santiago de Cuba, cuyas patrones serían, al mismo tiempo, la Virgen de las Mercedes y Obatalá y un Mokongo dirigiría las acciones.

Pero este hecho no fue casuístico, ni desorganizado, mucho menos improvisado. Estuvo planificado por alemanes, entonces fue diferente. A mediados de 1842, un grupo de alemanes “nobles” se reunió y crearon una compañía, cuyo nombre no sólo me es imposible de pronunciar, sino también de escribir, juntaron un buen capital y decidieron comprar grandes cantidades de tierra, barata por aquellos años, para crear varios pueblos donde se establecieran los inmigrantes alemanes, sin tener que fajarse o convivir con personas de otras nacionalidades. Inteligentes.


Luego de los primeros intentos, en 1845, los alemanes enviaron al Barón Ottfried Hans von Meusebach, quien, a pesar de su nombre bien complicado, JAJAJAJA, compró las mejores tierras y logró cuadrar, a cambio de una determinada cantidad de dólares con los indios comanches que habitaban la zona y no estaban muy contentos con la presencia de los “rubios”, para crear un área alemana que viviera en paz con los nativos.

Este acuerdo que, hoy se reconoce como la fecha de fundación del pueblo, donde todavía los descendientes de ambos bandos se reúnen contentos a celebrar, no fue por la fuerza, los alemanes no mataron a ningún indio, ni violaron a ninguna mujer y los indios no le cortaron el cuero cabelludo a ningún europeo. Sencillamente los indios vendieron lo que supuestamente era suyo y los alemanes compraron, se hicieron regalos, fumaron pipas de paz y sellaron un acuerdo que todavía hoy se respeta y reafirma cada año.

Orgullosos los fredericksburcianos o fredericksburguenses, si es que se puede decir así en español, primero, porque los descendientes alemanes dicen que este acuerdo entre von Meusebach y los indios comanches fue el único en la historia norteamericana que se respectó y nunca se rompió; segundo, con el paso de los años, los alemanes ya establecidos, que trabajaban la tierra con sus manos, apoyaron las ideas contra la esclavitud, la que no conocían, no utilizaban y con la que no estaban de acuerdo.


¿Qué es hoy Fredericksburg?


Pues es básicamente tres cosas. Un lugar turístico por excelencia, un gran sembrado de flores silvestres, que se comercializan para decorar y que reconstruye una de las más antiguas tradiciones alemanas, o sea, las flores y unos viñedos, que según parece, no tienen nada que envidiar a los viñedos de otras partes del mundo. Y por supuesto, en medio de todo y como enlace entre estas cosas, están hoy los descendientes directos de los alemanes, nacidos en Texas “con sangre alemana”, porque según pude ver han tenido pocas mezclas con otras razas, etnias y culturas.


Haciendo cola para tomarnos un café
El pueblo es un lugar bello, edificado alrededor de una calle principal, la Main Street, que debe tener más o menos como 8 o 9 cuadras de largo. Exactamente todo en esa calle principal son comercios. Restaurantes, cafeterías, tiendas, dulcerías, pastelerías, pequeños lugares para tomar café, vinos, cervezas, joyerías, etc.

Mía disfrutando de un helado
junto a Victoria y Martica que esperaban por un café. 

















No existen los grandes espacios comerciales, todo es pequeño, un negocio al lado del otro, pared con pared. Todo parece producto de un juego de casas de muñecas. Todo es perfecto. El nivel de detalle es impresionante. Y, por supuesto, casi todos los locales con nombres y carteles en alemán y, además, si, además, en inglés.

Ese día, 30 de diciembre, todo estaba más lleno que de costumbre, no se podía caminar por las calles sin tropezar con alguien. Norteamericanos en masas, indios, chinos, mexicanos y nuestro representativo grupo de cubanos.

Mia divertida en un caballito eléctrico, de esos que se
 mueven cuando le metes una moneda. Exactamente igual
 a los caballitos que habían en Cuba en las tiendas y barberias
 para niños cuando yo era chiquito
Es diferente a todo lo que hasta ahora he visto. Como Fredericksburg produce su propio chocolate, de lo más famoso allí es una tienda de bombones, donde lo de probar se convierte en una manía. También gracias a los viñedos producen sus propios vinos, por lo que son muchos los lugares donde puedes tomarte una o mil copas. No tengo que jurar que abundan las salchichas tipo alemanas, porque los norteamericanos no saben nada de salchichas y las cervezas, negras, oscuras, medias oscuras, claras, medias claras, normales, etc, etc, etc., muchas de ellas fabricadas en las mismas tiendas donde se venden. Lo más curioso, es que, a diferencia de la mayor parte de Norteamérica, se puede tomar en la calle, por lo que es bien común ver personas que caminan con vasos de cervezas o vinos, dentro de ellas nosotros, por aquello de “donde quiera que fueres, has lo que vieres”. ¿Por qué no?


Tiendas de artesanías de todos tipos, joyerías, antigüedades, ropas de marcas y artesanales, pienso que más de las segundas, por supuesto tiendas de sombreros y botas, si no, no estás en Texas. Museos, parques, lugares con música en vivo, hoteles, y comida, mucha comida. Los carteles, anuncios y la publicidad son hechos a mano, de forma simple, sencilla, incluso con tiza, sobre madera, las vitrinas de cristales, papel, exactamente como en los orígenes.



Parque para niños. La diferencia está en lo sencillo.


Enorme y agradable curiosidad.

Mientras mi grupo se deleitaba en la tienda de chocolates, Martica y yo, comenzamos a caminar por una de las aceras de la Main Street, tratando de ver la mayor parte de las cosas que se podían ver. Caminando y caminando, nos encontramos frente a una tienda que exhibía un cartel que decía Havana y por supuesto, cuando salí de mi asombro, el orgullo me impulsó a entrar.

Es una pequeña tienda de ropa y cosas para el verano, al estilo e imagen de los americanos, o sea, shorts de algodón, aquellas camisas de mangas cortas super coloridas con palmeras, tocororos y playas, espejuelos de Sol, sombreros de alas anchas, etc. En la puerta el dueño, un germano americano de más o menos mi edad, nos dio una cordial bienvenida. Después de caminar un poquito mirando lo que ya conocíamos por las películas, yo, el tipo de las preguntas políticamente no correctas, me acerqué al amigo y le pregunté, por qué el nombre de Havana, allí en un pueblo de origen alemán, en San Antonio, en el medio de Texas.

El tipo hizo una pequeña mueca como diciendo, bueno la tienda es mía y le he puesto el nombre que me dio la gana, a lo que yo, buen entendedor le dije que la causa de mí asombro era porque yo era cubano y Habana era la capital de mi país.

El tipo murió al conocer mi origen y se puso más cariñoso y agradable de lo que ya había sido, de momento tuve la sensación de que nos iba a invitar a almorzar y me explicó, sin salirse mucho de su asombro y agrado al ver a dos cubanos auténticos, que la idea había sido más o menos Hawái, pero que ese nombre ya estaba gastado, que el había viajado por el Caribe y que le parecía bien lo de Havana como símbolo de calor, playas, fiestas, música, etc. El nombre, que resultaba como un buen gancho para el verano caribeño, también lo complicaba un poco, porque las personas que veían el cartel entraban buscando ron y tabacos, productos que él no podía vender.


La conversación se tornó muy agradable, pudiéramos estar todavía allí conversando, pero mi grupo me esperaba. Entonces bajo promesas de que él un día visitaría Cuba y nosotros regresaríamos a Fredericksburg, nos despedimos. Debo reconocer que salí de la tienda un poquito inflado, y no fue por los panes que me había comido, lo de Habana, ya sea con b o con v, un poco nos pertenece.

El día fue lindo, la experiencia diferente. Me gusta la historia, las piedras, las construcciones antiguas. Fredericksburg parece un pueblo parado en el tiempo, al mismo tiempo que es moderno, donde, al parecer, han tenido cuidado con no dejar entrar al “capitalismo salvaje” con sus grandes superficies y sus enormes y, a veces, agresivos lumínicos. Buena idea.

Dicen que es un lugar caro para vivir, porque lo del turismo mueve mucho dinero y eso entonces ha creado como una especie de frontera invisible que limita la inmigración de otras nacionalidades o grupos. Si no tienes un apellido, un bisabuelo o un primo alemán, puedes visitar, pero quedarte a vivir, es difícil.

Nota: 
Agradezco enormemente la solución de los diseñadores de Word al incluir lo de copia y pega en su programa. Me he ahorrado tener que escribir el difícil nombre del pueblo en varias ocasiones.

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