Toda llegada de un nuevo niño a una familia es, generalmente, si fuera religioso, diría una bendición, como no lo soy aún, una gran alegría y suerte.
Digo generalmente, porque a pesar de lo que el hecho significa y tiene de lindo e importante, no se puede dejar de reconocer que hay niños que nacen no deseados, por errores, relaciones complicadas de los padres, violaciones, etc. y muchas veces, desde el propio nacimiento sus vidas están marcadas.
Entonces a mi familia, después de alguna espera, el
día 10 de agosto de 2022, a las 6:30 am, nos ha nacido Maeve, mi nueva nieta.
Si claro, el nombre es difícil, algunos de ustedes se podrán preguntar, coño, ¿pero
por qué no le pusieron Juana o María?
Maeve es un nombre poco común en nuestros entornos, que ha venido ganando popularidad en este lado del mundo. Es un nombre corto y dulce que resulta uno de los nombres irlandeses más elegantes para niñas. Es un nombre que proviene del tradicional nombre irlandés Medb, que significa “la que gobierna o la que hace las reglas” y fue en la mitología irlandesa un nombre de reinas.
Maeve, que no es lo mismo que Mae o May, difícil de acostumbrarse
al principio, se pronuncia algo así como MEY-V o MEY-F se me ocurre a mí, los
especialistas en lengua inglesa podrán opinar y, si fuera necesario traducirlo
al chino, se escribiría de la siguiente forma: 梅芙.
Maeve, a la que, aprovechándonos de los nickname o nombres reducidos, gran tradición norteamericana, terminaré diciéndole May o negrita por su hoy aparente color oscuro de cabello en comparación con Mia que nació muy rubia, llegó por cesárea, o sea, la trajeron, justo a los 8 meses de vivir dentro de su madre. Parece que la rapidez es un símbolo de esa familia, quizás por la parte de Yordan, el gran papá, porque mi nieta Mia, hoy además de todo lo que es y significa, hermana mayor de Maeve, nació exactamente a ese mismo tiempo, tal como si estuvieran apuradas en dejar el interior de su mamá y llegar lo más rápido posible a la vida afuera. Digo por parte del papá, porque mi hija Jennifer podría haber estado 5 años dentro de la barriga de su mamá, al final era más cómodo, cálido y podría haber dormido un poquito más.
Como vivimos inmersos en la modernidad, hoy mi nieta, a sólo diez días de nacida, puede tener una enorme colección de fotos, posiblemente cientos. Es muy fácil, con un celular, que casi todo el mundo tiene en las manos, se puede sacar miles de fotos en apenas minutos y filmar videos, todo esto con la misma calidad de cualquier cámara profesional.
Entonces yo, dentro de todas las fotos, me quiero quedar con
una, la primera que fue tirada por Yordi, que es la que aquí muestro. El
símbolo. Es ese momento histórico y único, donde madre e hija, que ya se conocían, se ven por
primera vez. Es el instante donde por primera vez chocan sus pieles, se huelen,
quizás se dicen algo y se escuchan. Es el momento, donde, tal como la firma de un
importante contrato, queda sellado el pacto que deberá durar para toda la vida.
Es el momento quizás, donde ambas, madre e hija, piensan en silencio, en
secreto, al fin te tengo.
Recién estrenado como papa en Cuba, todo era más difícil, incluyendo la fotografía. Si no habías heredado una cámara de tu familia comprada antes de 1959 o algún familiar cercano viajaba al exterior y gentilmente te la prestaba, el tema de tirar fotos era complicado. Con el tiempo se comenzaron a vender cámaras fotográficas de marca Zenith en las tiendas, modernas para la realidad cubana, al módico precio de 650.00 pesos cubanos, cuando mi primer salario como graduado universitario fue 198.00 pesos.
Había que comprar los rollos cuándo y dónde aparecieran. Había de dos tipos 120 milímetros que permitían 12 fotos y luego de 36 milímetros que daban 36 exposiciones. Rezar para que los rollos no estuvieran vencidos. Luego de tirar las fotos había que ir a un estudio fotográfico, el más cerca de mi casa estaba al frente del correo de La Palma, siempre hacer una cola o fila y rezar para que existiera papel, químicos, técnicos, etc. Esperar cinco, seis, a veces más días y volver a tener suerte para que cuando recogieras las fotos todo estuviera bien. Sólo blanco y negro. Luego de la espera, cuando uno recogía el encargo, había que volver a rezar para que la combinación del blanco y negro hubiera funcionado. A veces la impresión era tan mala, que los grises no permitían distinguir los objetivos tomados en las fotos.
¿Se han visto ustedes metidos en un pequeño closet con la puerta cerrada, a oscuridad total, tratando con los dedos de sacar un rollo que se había trabado dentro de la cámara, cuyas fotos no podías perder? Yo sí. Es como tratar de ensartar con un hilo negro una aguja de coser en medio de un enorme y profundo apagón.
Recuerdo que, necesitado de tener fotos de Jennifer, un día, mi suegra, “la gran jefa”, no dudar que de haber nacido cherokee se hubiera convertido en la primera mujer cacique y guerrera jefa de una gran tribu de los aquí reconocidos como nativos americanos, dijo, llamaré a Mateo.
Y en efecto a los pocos días apareció en mi casa un señor que rosaba los 70 años, con un enorme maletín, lleno de cámaras, cables y lámparas. Era Mateo, el fotógrafo de mi suegra desde antes de la revolución. Mateo, autor de aquellas clásicas fotos familiares donde el papá aparecía de pie, vestido de traje y corbata de color negro, un poco regordete, la mamá aparecía vestida con tacones incluidos y peinados de peluquería y los niños se mostraban también casi todos regordetes, delante de sus padres, algunos sentados en el piso, otros en pequeños banquitos. A veces el papá, con algo de estilo, quizás simulando cotidianidad esbozaba una muy fina sonrisa y mantenía una de sus manos apoyadas sobre el hombro de la mamá. Combinación perfecta para incluso portadas de revistas el estilo norteamericanas, cuando se trataba de hablar de la familia. Muchas de aquellas fotos eran luego coloreadas. Fotos todas que podrían enmarcarse bajo el mismo título, “la sagrada familia”.
Mateo además de sus casi 70 años, era, para mí, joven muy verde y poco pulido por aquellos años, muy afeminado, se reía en exceso y movía mucho las manos. Aclaro que no tengo nada contra los afeminados, ni contra las 35 categorías que existen en la actualidad sobre definiciones sexuales, pero Matero empalagaba. Al final nunca llegué a saber, si Mateo era un afeminado buen artista y fotógrafo o el hecho de lograr buenas fotos, sobre todo con niños pequeños le había ablandado sus maneras. Mateo el autor de aquella clásica fotografía de las “cinco caritas”.
Las sesiones con Mateo se hacían tan difíciles, por aburridas, le gustaba venir a mi casa, porque era fanático a los postres hechos por mi suegra, que a partir de aquellos primeros encuentros decidí convertirme en el fotógrafo de mis hijos, donde todos asumiríamos junto con mi buena intención, la calidad que lograra. Si lograba las fotos, felicidades, si no, pues felicidades también, pero cuando mi suegra “gran jefa”, mencionaba a Mateo, yo inmediatamente miraba a Martica y le decía noooooooooooooooooooo.
Maave, a la que todos hoy cariñosamente llamamos “frijolita”, porque al tratar de explicarle a Mia, con sus 9 años, el proceso de formación de un niño dentro del útero de su mamá, tuvieron en un momento que decirle que era del tamaño de un frijol, ha venido a un mundo donde sus padres ya estaban, teniendo en cuenta la experiencia anterior, preparados.
Maeve entonces ha llegado no sólo con “el pan debajo del brazo”, sino con todo lo demás, incluyendo muchas fotografías. Maeve es la nueva alegría de toda una familia.
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