jueves, 16 de octubre de 2025

633.- Policías y ladrones fácil. Víctimas y victimarios difícil.

En un juego cubano, no sé si existirá en otros países, como el de policías y ladrones que jugábamos cuando niños, los roles estaban bien identificados.

Un niño con los ojos tapados frente a un grupo de amiguitos respondía a: ¿Por el señor, policía o ladrón?, en la misma medida que otro niño señalaba con el dedo al escogido. Todo era aparentemente casual y equilibrado, aunque luego cuando grande te das cuenta de que el que señalaba en cada ocasión, tenía posibilidades de escoger, no así el que respondía en orden para cada “especialidad o función”.

Una vez definidos los bandos, todo era sencillo. Los policías se encargaban de coger a los ladrones y los ladrones trataban de no ser cogidos por los policías. Aquella sencilla regla generaba, escondederas, correderas, encaramaderas, haladera, empujones, caídas, golpes, pero sobre todo mucha diversión. Al final del juego mataperro, ganaban los policías si lograban coger a todos los ladrones, cosa que, a pesar de parecer fácil, no siempre pasaba.

Recuerdo con agrado, porque soy gran consumidor de limón con sal, que el castigo que muchas veces usábamos para ladrones capturados era que tenían que tomar limón con sal, previamente preparado y embotellado en aquellos pomos clásicos de color ámbar de medicinas.

En la vida real cubana es mucho más complicado, porque los roles de víctimas y victimarios no están muy bien definidos, salvo en honradas y escasas excepciones que siempre existieron y fueron esas personas que se plantaron al menos de forma cívica y sin retirarse del territorio nacional, no se incorporaron a lo que sucedía.

En sentido general todos hemos sido víctimas y victimarios en determinados momentos, salvo sobradas excepciones de los que le cogieron el gusto a la segunda posición y han vivido de eso estas casi últimas siete décadas de nuestra historia.

Hemos sido víctimas primero de nosotros mismos, dónde la necesidad o capacidad de sobrevivir nos hizo permanecer en silencio, incluso cuando estábamos en total desacuerdo.

Hemos sido víctimas de nuestros familiares, los que, al querernos y tratar de protegernos, nos pidieron, a veces imploraron, no inmiscuirnos, callar, quizás no participar en la vanguardia revolucionaria, pero tampoco hacer mucha bulla. Nuestra buena familia, incorporada o no, casi siempre conocedora de las reales consecuencias, si no nos cortó las alas para no hacernos daño físico, por lo menos nos las amarró.

Hemos sido víctimas de nuestro entorno, porque de una forma u otra, era muy difícil aislarse totalmente, entonces tuvimos que aprender a congeniar incluso con nuestros enemigos más declarados.

Hemos sido víctimas de un proceso dentro del cual muchos nacimos y no pudimos cambiar, en el supuesto caso que quisiéramos haber cambiado algo. La correlación de fuerzas estuvo mucho tiempo en contra de muchos de nosotros y ahora cuando ya no lo está, tenemos desarrollado ese miedo adquirido del cual se habla y ya escribí, que nos mantiene inmóviles. Entonces aprendimos no a luchar contra el miedo, sino a sobrevivir con él.

Pero también y al mismo tiempo hemos sido victimarios. El sólo hecho de estudiar y trabajar dentro y para el gobierno, ya que el gobierno fue dueño absoluto por décadas de todas las enseñanzas y trabajos, nos convirtió en cómplices de lo mal hecho, de las maniobras, de las estrategias del gobierno para permanecer. La lucha por vivir nos llevó a, quizás no entender y estar de acuerdo, pero si, por lo menos, cumplir y en no pocos casos obedecer. Una obediencia silenciosa en desacuerdo, pero obediencia.

Muchos fuimos victimarios al levantar la mano y aprobar algo que no nos interesaba, pero nos permitía terminar rápido la reunión en que estábamos y largarnos. Acción bien aprovechada por las autoridades porque el voto o mano levantada se contaba a favor. No importaba mucho el cerebro, ya habría tiempo para él si fuera necesario, lo que importaba era la mano levantada y el número final.

Siempre digo que las verdaderas reuniones, esas donde se decía la verdad a un grupo reducido de amigos, ocurría siempre antes o después de la reunión oficial.

Fuimos victimarios de los nuestros, quizás nuestros hijos, a los cuales tratamos de preservar para que no pasaran lo mismo que habíamos pasado nosotros. Los entendíamos quizás, pero no los apoyamos, menos alentamos a luchar por el cambio, que a todas luces es la única solución que existe.

Fuimos victimarios de nuestros compañeros de estudios y trabajos, de los cuales conocíamos su incapacidad, su lealtad a la corrupción, pero por los cuales muchas veces nos dejamos dirigir.

Víctimas y victimarios son papeles que hemos jugado paralelamente, todo dependió de las circunstancias. Mientras el aire soplaba a nuestro favor era fácil por lo menos aparentar ser victimarios, cuando nos pasaban por arriba, nos perjudicaban, nos pisaban el callo, era más que utilizado pasarnos a la posición de víctimas.

Claro que han existido aquellos, como ya escribí que prefirieron y aún prefieren estar en el bando del poder, porque entre otras cosas, es más que practicado en Cuba que si se logran que miren a otros e incluso llamamos la atención sobre otros, logramos que no se nos mire a nosotros.

Hemos sido víctimas de las llamadas telefónicas sin nombres, de los infórmenes anónimos, de las verificaciones en vecindarios y centros de estudio y trabajo e incluso hemos conocido a nuestros victimarios, sobre los cuales no hemos actuado. Esos procesos de control formaron tanto parte de nuestras vidas, que conocíamos que ocurrían, que nos perjudicaban, pero llegaron a ser normales. Casi todos sabíamos y sentíamos que éramos vigilados.

Hace muchos años ya, leí que Cuba era un matrimonio, donde Fidel era el macho, el pueblo era la hembra y la alcoba nupcial era la Plaza de la Revolución y eso es cierto.

Fidel descubrió y desarrolló a un pueblo en sentido general inculto, poco conocedor de política e ideología, nada conocedor de lo que pasaba en el exterior y entonces se dedicó no a hacer pensar, menos a permitir el pensamiento, sino a llevar a ese pueblo la idea ya concebida, a sabiendas de que las manos se levantarían sin mucho trabajo.

En esa alcoba nupcial se resolvieron y acordaron las grandes medidas del gobierno. La gran masa, inculta, pero enamorada, efervescente y no falta de histeria “revolucionaria”, sin pensar, sin averiguar, sin indagar en consecuencias futuras, apoyó siempre a su líder convertido por ella misma en un dios macho.

Se fue víctima de algo que la ciencia reconoce como Síndrome de Estocolmo que en Cuba podría llamarse “Síndrome Castrocolmo”, o sea, el apoyo e incluso amor a alguien que nos utilizó y torturó a conciencia siempre. Todavía hoy hay personas, quizás ya no muchas, pero existen, que como consuelo frente al desastre total más que evidente, invocan a Fidel, tal como si pudiera rearmarse y salir de la piedra, como mago solucionador de los problemas, sin darse cuenta y reconocer que fue él el causante de todos los problemas. El Síndrome de Castrocolmo todavía es muy fuerte y explotado, más fuerte que cualquier ideología existente.

Fidel Castro no fue el presidente, ni el Comandante en Jefe, ni el presidente del Partido Comunista, fue el dueño de un pueblo y como dueño nos trató a todos.

Y en el caso de Cuba el tema es peor o más particular, todos, víctimas y victimarios, dentro de esa categoría más que utilizada, pueblo, fuimos víctimas de un “poder superior”.

Fidel y su revolución necesitaban un pueblo inculto ya dije, quizás con títulos, quizás buenos médicos, ingenieros, técnicos, pero de poca cultura. Buenos profesionales en sus especialidades que no supieran de nada más, que confiaran en la variante, siempre a conveniencia, que el gobierno entregaba. Personas que hoy apoyaban que fuera negro y mañana después de un discurso caliente, terminaran apoyando que fuera blanco, sin el más mínimo cuestionamiento del cambio de color.

Pueblo crédulo, enamorado, seguidor.

Pueblo aparentemente profesional en ideología, pero, sólo en una ideología, que no era nada más que las ideas de su líder, llevadas al plano teórico para lograr lo que quería. Pueblo, en su mayoría, puesto como escudo a combatir algo que no conocía y que sólo confió ciegamente en lo que alguien le contaba, tomando su variante como absoluta verdad.

Pueblo alfabetizado leyendo y escuchando sólo los discursos de su “gran líder”, haciendo loas a una revolución democrática popular que muy rápido se transformó en gobierno autocrático.

El comunismo, todo lo trastoca a conveniencia. A los campesinos los pone a esperar los alimentos de una bodega y a sus hijos los convierte en médicos o pilotos de guerra. A los intelectuales, poetas, escritores, músicos, artistas, etc., los convierte en obreros. A los que están en contra del gobierno, los clasifica como enemigos de la patria. A los que se van, les quitan la categoría de nacionales, los mata en vida e incluso aparente y hace creer que nunca existieron. Sólo sobreviven, como víctimas del poder, aquellos que no se oponen al poder.

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