Llegamos a Miami muy tarde en la noche del
domingo, la adrenalina no nos dejaba sentir el cansancio del largo viaje.
La estación de guaguas muy desaliñada, no digna de la ciudad donde se
encuentra. Allí ya nos estaban esperando. Mi hermano Igor determinó no ir a
recibirnos y esperar a que llegáramos a su casa, pero en la estación estaban
nuestros amigos, los de siempre, los de verdad, los que el tiempo transcurrido,
Miami con su sol, playas y yates, y las coca colas del olvido, no los había
cambiado ni un poquito.
Miguel Ángel, Ana Vilma y su hija Dina,
nuestros amigos de Cuba, Varínia, mujer del primero, a la que ya conocíamos
desde que nos visitó en Dominicana y el Che, marido de la segunda, con el que
ya habíamos entablado amistad vía telefónica. No era un grupo muy grande, de
haber avisado que viajábamos de seguro habríamos reunido a muchas más personas,
pero sí lo fue en afecto, cariños, alegrías, amor, etc.
Después de poner los pies en la tierra,
los primeros fuertes abrazos, acompañados de chistes y algunas fotos, nos
trasladamos a la casa de mi hermano donde viviríamos provisionalmente hasta que
nos organizáramos. Casi todo el mundo que llega a Estados Unidos, salvo que
lleve mucho dinero, tiene que pasar por el mismo trámite. Llegada alegre, casas
de familia o amigos, oficinas para legalizar status, hasta que se consigue la
primera independencia.
Ya en la casa donde vive mi hermano, de
nuevo recibimientos, abrazos, llantos de alegría y fotos. A Igor y su esposa
Mailyn los había visto hacía más menos 4 años cuando me visitaron en
Dominicana, no obstante el encuentro siempre fue fuerte desde el punto de vista
emotivo. Además para nuestra llegada, la familia de mi hermano había crecido.
Descubrimos a Ramona, o como todos la llaman, Mima, la mamá de Mailyn, con poco
tiempo de llegada de Cuba y a mi segundo sobrino por esa vía, Steve, pues
Shania la primera hija de mi hermano Igor, a la que veríamos días después, no
estaba presente en ese momento.
Conversaciones interminables, algo de
beber, yo un fuerte café a lo cubano, pues durante todo el viaje solo se
consigue ese café aguado al que llaman “café americano” imposible de beber. Más
chistes, más cariños.
A Miami muy rápido nos acostumbramos los
cubanos, porque es como llegar a Cuba y encontrar a las mismas personas, solo
que en casas diferentes. Es nuestra forma de hablar, más allá del idioma
castellano, nuestra comida, nuestro café, nuestras mismas costumbres, nuestra
música y nuestra bulla. Eso hace de ese lugar un hueco seguro y acogedor para
los cubanos. Eso convierte a esa ciudad casi en obligatoria. Al día siguiente
de la llegada, salvando las diferencias del desarrollo económico, a uno le
parece que está en Cuba.
Muy rápido comenzamos los trámites.
Oficinas atestadas de personas, agencias, Children and Families, clínicas,
Social Security, una y otra vez de forma ininterrumpida para tratar de
garantizar los pasos para obtener las ayudas y los papeles. Oficinas donde,
según mi experiencia, prima el mal servicio, el tumulto, la falta de
organización y lamentablemente el más vulgar “cubaneo”. No obstante por
suerte en esto somos diferentes los cubanos, poco o casi ningún esfuerzo nos
toma el legalizar nuestra situación en los Estados Unidos a diferencia del
resto de los emigrados que pasan años e incluso décadas para poder lograrlo y
viven con la zozobra de ser deportados en cualquier momento. Por esta vía
obtuvimos ayuda que sirvió para ayudar.
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