sábado, 10 de agosto de 2019

Conquistas Cubanas. 2019. (Cuarta Parte)


Tal como me comentó un viejo y buen amigo, muy conocido en nuestro Víbora Park, Mayito, Mayin o Mayincito, yo también me niego a la fácil solución de que los cubanos somos cobardes, que hemos perdido aquel sentimiento de rebeldía contra lo mal hecho, aquel amor a la patria, aunque ésta signifique los escasos metros de tierra donde nacimos, crecimos, donde tuvimos amigos, novias, historias, etc.

Me niego a pensar que, a pesar de que odiemos tanto al gobierno, sus integrantes históricos y presentes y todo el desmadre que han logrado con sus acciones, hoy tengamos confundido lo que significa Cuba. Muchos sabemos que no es lo mismo, patria y gobierno, aunque durante todos estos años trataran de engañarnos. Muchos sabemos que los dirigentes cubanos no son dioses, no son grandes héroes, no son intocables, son sencillamente hombres de carne y hueso con todos los buenos y malos sentimientos adjudicados a los seres humanos, por lo que cabe en ellos también la idea de maldad, bajeza, hipocresía, odio, etc., etc., etc.

Me sigo negando a pensar que somos menos que otros pueblos de este mundo y que somos incapaces de defender nuestros derechos y nuestras ideas. Me niego a pensar que personas que coinciden con no entender y apoyar lo que están viviendo, o mejor sufriendo ya que muchas veces no es vida, seamos incapaces de ponernos de acuerdo para lograr algo para todos.

Estas negaciones pueden ser difíciles de asumir, porque es cierto, muchas veces los acontecimientos y actuaciones de una gran mayoría dentro y por qué no también fuera de Cuba, dicen lo contrario.

Sigo pensando que hubo y hay muchos cubanos honestos que, desde sus posiciones, a veces sin consecuencias macros, en sus momentos, defendieron sus ideas y soportaron las respuestas, incluso violentas del poder.

Lo primero que me gustaría decir es que, aunque nos desesperemos, nos encabronemos, nos deprimamos, muchos procesos sociales no se resuelven en segundos o en días, menos como producto del uso de una varita mágica. La situación es, a veces, más compleja y hay soluciones aparentemente fáciles de conseguir y grandes verdades de Perogrullo, que demoran mucho en ejecutarse. Nos cuestionamos entre nosotros mismos, sobre todo desde cómodas y seguras posiciones, de por qué no se hace esto o aquello, desconociendo, que las cosas hay que estructurarlas poco a poco para luego de un proceso, obtener algún resultado serio y estable.

Los procesos sociales, lo que significa movilizar a las personas en una dirección, salvo producto de un estallido violento, demoran muchos años. Si, es cierto, 60 años pueden parecer muchos, pero no, porque no existe ninguna fórmula o tabla que defina lo que tiene que pasar y cuándo tiene que pasar. La sociedad no es química, entonces aquello de que agua + limón + azúcar es siempre limonada, no funciona.

Lo que sí es una pena es que los que formaron y forman parte del gobierno cubano desconocieran o peor se defecaran conscientemente en algunas leyes y experiencias sociales, que podrían haber cambiado el presente de nuestro país. Es una pena que se dirigiera a voluntad y capricho, sin el menor apego a las leyes de la historia o peor queriendo cambiarla. Es una pena que el gobernar, solo tuviera como objetivo mantener el poder como una droga, disfrutando de las ventajas que esto trae cuando no existen límites, ni controles, cuando sólo es poder es su mismo límite y control.

Es una gran pena que, por ejemplo, se haya desconocido o peor ocultado pensamientos tan claros como el que reproduzco a continuación. Mas claro ni el agua.

Abraham Lincoln dejó dicho:

“No se puede ayudar a los pobres destruyendo a los ricos. No se puede fortalecer al débil debilitando al fuerte. No se puede lograr prosperidad desalentando el ahorro. No se puede levantar al asalariado destruyendo a quien lo contrata. No se puede promover la fraternidad del hombre incitando el odio de clases. No se puede formar el carácter y el valor mediante la eliminación de la iniciativa e independencia de las personas. No se puede ayudar a las personas de forma permanente haciendo por ellos lo que ellos pueden y deben hacer por sí mismos”.

Si los dirigentes que han pasado por Cuba, sólo se hubieran leído este pensamiento, hubieran logrado un país más próspero del que hoy tenemos. Pura lógica. Podían haber convertido este pensamiento en la plataforma programática de su revolución y su partido. Este sencillo párrafo podría haber sido “La historia me absolverá” de Fidel. Este sencillo párrafo debería llenar todas las vallas que existen en Cuba y de esta forma sustituir las fotos de mentirosos y caprichosos líderes y discursos y palabrerías que no tienen vínculo con la realidad de ese país.

Cuando se lee lo que aparentemente dijo Lincoln, es fácil de concluir que se hizo el mayor esfuerzo, se concentraron, obstinaron y dedicaron fuertemente en hacer exactamente lo contrario a lo que dice cada una de las palabras que están reflejadas.

Si se hubieran leído a Lincoln y por supuesto lo hubieran entendido, cosa que reduce enormemente el grupo de personas que encabezaron el gobierno revolucionario a partir de 1959, podrían haber, desde esos momentos, vislumbrado cuál hubiera sido el futuro de ese país que todos coincidimos que es lindo y agradecido. Hubieran descubierto, desde los primeros momentos, la destrucción, no solo económica, sino social, cultural, política, familiar, etc. que lograrían.

Quizás todavía muchos podrán decir que Lincoln con su pensamiento apostó por el capitalismo y la diferencia social y de clases. Es cierto, pero después de 60 años, qué es lo que tenemos de coherente en la Cuba de hoy.  ¿Cuál es el mal engendro en cada una de sus partes malas que se ha logrado?

Si Lincoln pudiera salir del Lincoln Monument Association en Springfield donde está enterrado y caminar por Estados Unidos, seguro se sentiría muy orgulloso, amén de los problemas, de reconocer un país grande, unido, rico y próspero, donde sus ciudadanos sienten orgullo de vivir. ¿Pudiera nuestro poeta de “la historia me absorberá” salir de la piedra que le dieron como última morada, por cierto, siendo Cuba un país de tantas piedras lindas, la escogida es punto menos que horrible, donde seguro sus verdaderos restos no están, caminar por Cuba y sentir lo mismo? Es esa la primera y gran diferencia.

No conocía este pensamiento de Lincoln, debo decir que he quedado fascinado, porque resume lo que millones de veces he pensado y otros millones de veces, los que me conocen saben mi capacidad de repetir, he repetido. Me siento orgulloso de ver que no estaba equivocado, además de Lincoln, la realidad que se enfrenta hoy en Cuba, así lo ratifica.

Veamos.

No se puede ayudar a los pobres, destruyendo a los ricos. No se puede fortalecer al débil debilitando al fuerte. A los pobres se les puede ayudar un día. Es responsabilidad del gobierno de darle las herramientas y el estudio para que puedan entender y generar la riqueza. Los pobres, a veces lamentablemente, no tenemos las condicionantes para desarrollar estrategias a largo plazo, para crear riquezas. Los ricos ya están, ya estudiaron o sencillamente trabajaron para crear compañías y negocios estables, tienes además algo importante, la cultura del negocio, la cultura del dinero.

¿Por qué cogerla con aquellos que ya saben? Las medidas deberán apoyar a tener una economía fuerte y eso no se genera solamente con incondicionalidad ideológica, hay que saber de economía. ¿Qué podía aportar un campesino analfabeto, alfabetizado en 45 días, más allá de su machete, su manga para colar café, su viejo quinqué? Pues sí, de poquito podría haber aportado no grandes estrategias para trabajar en la bolsa, pero si qué tipo de yuca o malanga sembrar y dónde. Y ni a eso se le hizo caso.

De estos ejemplos, historias y cuentos hay millones en Cuba. Veamos uno de mi vida. Conocí a una persona genial por su sabiduría de la vida, El Chino, papá de mi cuñada Baby que, viniendo de los estratos más pobres y humildes de su Vereda Nueva, logró antes de 1959 tener, entre otras muchas cosas una finca de aguacates, 500 plantas, con las que surtía los mercados de La Habana. Triunfó la Revolución y las matas de aguacate fueron tumbadas para construir edificios de microbrigadas y como símbolo ponerle al lugar La Aguacatera. La finca estaba rodeada de campos de marabú, cientos de hectáreas sin cultivar, pero el reparto tuvo que construirse tumbando las 500 matas de aguacate que esa persona, trabajando, había logrado tener. Un aguacate en Cuba hoy es un lujo. Los cubanos siempre decimos coñooooooooooooo aguacate, lo que declara nuestra añoranza. Ayer acabo de escuchar algo realmente definitorio para el cubano, no existe nada más jodido que después de haber comido y estar repleto, enterarnos que había aguacate y a alguien se le olvidó ponerlo en la mesa. Es así, cada pueblo tiene sus gustos.

Un país no se dirige como un árbol de navidad donde se ponen regalos para todos, muchas veces solo por quedar bien. Un país no se construye bajo los ánimos de venganza, ni revancha. No se puede eliminar la miseria quitándole lo que tienen a los que han trabajado honestamente porque el resultado, que es lo que vemos hoy en Cuba, es que lo único que se logra es multiplicar la miseria. ¿Por qué intervenir un pequeño taller de arreglar zapatos? ¿Por qué nacionalizar y estatalizar a una persona que vendía granizados en una esquina de La Habana? Resultado, todos llegamos a andar con zapatos rotos y la idea de tomarse un granizado, o sea, hielo rayado con un poco de sirope con sabor a alguna fruta o cítrico, se convirtió sencillamente en algo fuera de los normal.

No se puede lograr prosperidad desalentando el ahorro. No se puede levantar al asalariado destruyendo a quien lo contrata. En República Dominicana conocí a Nabij Khoury, el papá de mi amiga Lissette. Llegó a ese país con 14 años, extremadamente pobre, sin hablar español, sin haber visto a un negro ni a una mata de plátano en su vida y murió rico, no sólo él, sino que, siendo sincero, colaboró y dejó ricos a todos los integrantes de su familia. Un día en una de las entrevistas que le hice para poder escribir su biografía me preguntó, ¿Rolando, sabes por qué hoy tengo lo que tengo? Inmediatamente el mismo me respondió, porque siempre me arropé hasta donde la sábana me daba. Comencé mi primer negocio con mi mujer y primeros dos hijos durmiendo detrás del mostrador de una pequeña tienda y cuando pude salir de ahí, me trasladaba a mi primera fábrica en bicicleta. Nabij, rico de verdad, nunca botó su dinero.

La revolución cubana se hizo con una mentalidad millonaria, a todos se nos enseñó a que éramos ricos, que no valía la pena ahorrar, que, como todo venía de afuera, pues nuestra misión era el consumo. No aprendimos a ahorrar el agua, hoy no la tenemos. No aprendimos a ahorrar electricidad, hoy no la tenemos. No ahorrábamos recursos, lo importante era cumplir con el compromiso de terminar la obra para tal cumpleaños de Fidel. Perdimos el valor del dinero, se llegó a decir que para nada haría falta, perdimos el contacto con la tierra, lo más importante era ser ingeniero, médico, cosmonauta, etc. Perdimos el amor por el ahorro, para qué ahorrar, éramos millonarios. Los barcos rusos que nos traían hasta la col encurtida no cabían en la bahía de La Habana.

Comenzamos a tener sólo megaproyectos. Grandes fábricas, el mejor zoológico de animales libres, sin tener qué producir, ni animales que mostrar. Comenzamos a hablar del mejor restaurante del mundo, la mejor playa del mundo, el mejor ron del mundo, el mejor tabaco del mundo, la vida más segura y con mejores condiciones de todo el mundo, el mejor deporte, los mejores hospitales, etc., cuando todo esto era mentira, pero nos hacía sentir bien. Creamos una mentalidad de millonarios teniendo en realidad los calzoncillos rotos. Desarrollamos un gran chovinismo, donde llegamos a pensar que ser cubano era ser algo extraordinariamente importante para el planeta Tierra.

Irradiados por la prepotencia y demencia prematura de nuestro gran líder y su personalidad megalómana, llegamos a sentirnos como una super potencia, capaz de compararnos y ganarle la competencia a las superpotencias reales del mundo. Increíble, una isla del Caribe, que todavía, después de 60 años del mismo gobierno, no ha logrado estabilizar la producción de sal común, proceso donde intervienen elementos tan sencillos como el agua de mar y el Sol, más algunos tractores. Sal que hoy terminamos importando.

No se puede levantar al asalariado destruyendo a quien lo contrata. Exactamente lo contrario a lo que dice nuestro marxismo. Exactamente lo contrario a esto es lo que se hizo porque lo había dicho Carlitos Marx y luego un poquito Lenin y sus colaboradores, lo pusieron de moda en su antigua Rusia a golpe de empujones, tropiezos, trompones y otras cositas más.

Y entonces levantamos al asalariado, cuya primera misión fue destruir sólo por destruir al que lo contrataba. Le entregamos al asalariado el poder de decidir, de tomar acciones, comenzando por la venganza de joder hasta el que en esos momentos fue su patrón. Comenzamos a dividir la historia de forma muy simple, los malos y los buenos. Los malos eran aquellos que habían estudiado, trabajado y en ese momento exhibían algún beneficio económico y no apoyaron los cambios, los buenos eran obviamente los pobres para los que se hizo la revolución, pero también los vagos, los lumpen, los delincuentes, los ladrones, todos, metidos en el mismo saco de proletarios.

Los que sabían y tenían los recursos se fueron del país o sencillamente se retiraron a esperar ver el cadáver del enemigo pasar, y los que no sabían ocuparan sus cargos y puestos. ¿????????. ¿Cómo? Es difícil de explicar, pero lo que primó fue el sentimiento de incondicionalidad ideológica, cosa que se puede entender en y para aquellos momentos, pero que lamentablemente sigue siendo hoy la tabla para medir a las personas. Entonces de pronto habías sido combatiente en la Sierra Maestra y te encontrabas dirigiendo una actividad o ministerio de vital importancia para la economía de un país entero.

Un buen día nos levantamos y la emprendimos contra el panadero. Era un burgués. Llegamos a la panadería y le dijimos, a partir de hoy ya no eres más el dueño, eres un explotador y le entregamos la responsabilidad de hacer pan al sargento de la Sierra Maestra Rodriguez, era confiable y sobre todo de procedencia muy humilde. Rodriguez no tenía ni la menor idea de, de dónde venía la harina, qué tipo de harina utilizar, que cantidad de levadura, cómo funciona un horno, etc. Rodriguez, el pobre, en el cumplimiento de su honorifica función convirtió su panadería en un cuartel y comenzó a improvisar para quedar bien. Los salarios los puso el gobierno, así que no era su responsabilidad tampoco el tema de la contabilidad, las ganancias, etc. El viejo panadero quizo incluso compartir su experiencia de siglos, porque su papá, su abuelo, su bisabuelo habían sido panaderos, no fue escuchado, al final de la historia era un burgués enemigo. Fin del cuento, ¿Y a dónde fue a parar el pan?

Pensemos. Che, argentino, lo que quiere decir que más allá de los cuatro lugares donde tiro algunos tiros y el camino de la invasión a occidente medio arreglada con las tropas batistianas, más un poquito de las cuatro calles de la ciudad de Santa Clara, no conocía absolutamente nada de Cuba. Absolutamente nada. Médico de formación académica, lo cual por su edad en aquel momento había ejercido realmente poco. Por pura lógica, conocimientos de economía, de dinero, de valores no debería tener alguno. De soldado aguerrido, muy rápido a comandante pues hacía falta llenar la plantilla y crear una estructura y de pronto, bummmm, presidente del Banco Nacional de Cuba. Obsérvense los billetes de aquella época, en algo tan importante como los billetes de la moneda nacional cubana, el tipo como presidente firmó “Che”. ¿Cómo se lo permitieron? Nada, era una burla al capitalismo, así es como se concebía la nueva revolución, de seguro incluso a sus colaboradores le pareció muy gracioso.

No se puede promover la fraternidad del hombre incitando el odio de clases. El odio, de madre, pero es una buena herramienta cuando se necesita movilizar a alguien. El odio como herramienta ideológica, como arma suele resultar fantástico. Por lo general los grandes cambios por revolución llevan implícitos algo de odio. Se nombran enemigos, se dirigen hacia ellos la mirada y se aprieta el botón de acción.

Recuerdo las imágenes que se repetían mil veces en nuestra televisión, donde un pueblo enardecido, frenético, delirante, a raíz del triunfo de la revolución, salió a las calles a romper y quitar los parquímetros y destruir los casinos, los hoteles como acciones revolucionarias en contra del capitalismo. Es entendible, tiene su explicación, se coge a una persona o a miles, se les mete un poco de pólvora por el culo, se le enciende una mecha, se les enseña una foto del capitalismo y se les dice, ahora, salgan y cójanlo. Y entonces esa persona o miles salen a la calle a romper salvajemente parquímetros como muestra de apoyo a estar acabando con el explotador. Los símbolos a veces hablan.

El odio es una buena herramienta para polarizar en bandos. Es simple, yo soy el bueno y el que no esté a mi lado, es malo y con los malos tenemos que acabar. El odio revestido de ideología, de discursos populistas, incluso disfrazado de amor, suele ser efectivo.

El odio en Cuba fue mucho más efectivo que una herramienta para llegar al poder. Es sencillamente parte de esa estrategia de divide y vencerás. Es, increíble y lamentablemente hasta hoy, una solución para dirigir y mantener el poder.

Entonces se nos enseñó a odiar. Primero a los enemigos, donde se metió en el mismo saco a los que habían cometido crímenes, a los corruptos, a los mafiosos y se les unió con el simple panadero, dueño de una panadería de barrio, que lo que hacía era levantarse todos los días a hacer el pan, cosa que había aprendido de su papá y abuelo y que hasta ese momento era algo muy digno de lo cual sentir orgullo. Se comenzó a nombrar enemigos a los que no entendían y se trababan con lo que estaba pasando, a los que discrepaban y a los que estaban, con razón o no, en contra.

Se animó el odio contra la religión, sobre todo la católica, porque algún que otro cura había colaborado con el enemigo y prestando su iglesia como amparo. Entonces se la cogió con mi abuela Tomasita, que lo único que hacía era rezar el rosario todas las noches sentadita en el portal esperando a que mi viejo llegara y decir, que Dios te acompañe, cosa que había aprendido de su mamá y ella de su mamá, etc. y no podía entender por qué ahora no podía decir aquello públicamente a sus nietos, si lo que estaba deseando era el bien.

Se la cogió con los que preferían, por enfermedad, sinvergüencería, JAJAJAJA, o consciente y pura decisión, amar a personas de su mismo sexo. No se podía ser revolucionario y homosexual. Marx no había dicho nada de los homosexuales, no nos dejó ningún consejo o receta para con ellos y Lenin era heterosexual, por lo que no sabíamos dónde ponerlos. Se comenzó a odiar sólo por suponer que tenías otra inclinación sexual. Y se odio mucho.

Los trabajos comenzaron a ser para los revolucionarios, las universidades comenzaron a ser sólo para los revolucionarios, los beneficios extras, digamos becas para estudios, casas, carros, refrigeradores y ventiladores rusos, etc., comenzaron a ser para los revolucionarios.

Fue sencillo, nos pusieron a fajarnos entre nosotros mismo y la guerra no sólo se quedó en el plano social y laboral, sino que llegó a nuestras familias. A veces pienso que tenemos una fortaleza extra, porque en realidad deberíamos todos estar un poco locos.

En los centros de trabajo era normal que compañeros que se conocían y querían desde hacía años, se tiraran del pellejo hasta casi la muerte, por ver a cuál de los dos se le otorgaba como premio una batidora rusa. Los amigos se peleaban a muerte. La gente en las universidades andaba con unas libretas donde recogían la participación en actividades extra docente para el momento cuando se otorgaran las plazas laborales tener claro quién había participado más. No era tan importante tu rendimiento académico, lo importante era tu “participación general integral” Clásico, los brutos siempre eran mejores revolucionarios.

Vivimos durante muchos años dentro de familias divididas, donde nos vigilábamos, donde nos censurábamos e incluso nos repudiábamos unos a otros. Se llegó a odiar tanto que un joven no podía compartir con su hermano, el primero había escogido ser de la Seguridad del Estado, el otro era homosexual y santero público. Una madre vanguardia, militante del PCC, no podía aceptar y amar a su hija públicamente, ella desde jovencita había escogido amar a Dios y se había entregado a las monjas Carmelitas. 

A los padres se les orientó combatir desde las casas cualquier manifestación que fuera en contra de lo que ellos debatían en aquellas interminables reuniones de la UJC o del PCC prácticamente todas las semanas. Entonces las familias se convirtieron en campos de batallas ideológicas, donde, muchas veces sin recursos, nuestros padres trataban, por convencimiento o simple protección, de que pensáramos e hiciéramos lo que ellos decían o lo que alguien les decía que era lo que había que hacer para no tener problemas. Recuerdo hoy como si estuviera escuchando la voz de mis abuelas y no puedo sentir ganas de llorar y esa era la frase más tiernamente utilizada por ellas, Rolandito, por favor, mantente callado, no te metas en problemas.

A mí y a mis amigos nos gustaba el pelo largo, los jeans, los tennis sin media, los pantalones apretados, el rock, las lecturas de libros y revistas censurados, cosas que fueron declaradas símbolos malignos del capitalismo contra los que había que luchar y, entonces nos obligaron a mentir o a discutir todo el tiempo. Horror, los tatuajes, las argollas, etc., se convirtieron en símbolos enemigos a los que dedicar grandes batallas ideológicas. Mi amigo Ruso, poseedor de una barba rubia, fue mandado a afeitar porque aquella linda barba no era una barba revolucionaria.

Se odió a Estados Unidos, sin que muchos supiéramos dónde estaba y qué era exactamente. Se odió entonces a todo el que se fue o quería ir a vivir allí, incluso a los niños y jóvenes que fueron conducidos por sus padres. Muy rápido las personas que hasta un día fueron buenos vecinos, buenos estudiantes, buenos amigos, familia, se convirtieron en gusanos y escorias a los que había, no sólo que no reconocer, sino repudiar públicamente, incluyendo actos y más actos de violencia física.

Dijo Lincoln, no se puede promover la fraternidad del hombre incitando el odio de clases. Es peor amigo Lincoln, porque en Cuba, queramos hoy reconocerlo o no, nos guste o no, estemos arrepentidos o no, por un lado, con un discurso populista, engañoso, confuso, y claramente, para los que no eran ciegos, mal intencionado, se hablaba de fraternidad, de hermandad, de solidaridad, y por debajo todo aquello estaba soportado por el odio hacia y entre nosotros mismos.

Sí, la revolución enseñó a odiar en la misma manera que señaló y escogió a enemigos internos, tan internos como dentro de nuestras propias familias. Se nos enseñó a odiar en la misma medida que, muchos, millones, aprendimos que era preferible mentir para escalar o al menos no tener problemas. Se nos enseñó a que era preferible mentir y culpar al otro, para poder escapar de la culpa.

La fraternidad y solidaridad se convirtieron en acciones exclusivas para un grupo de personas, los llamados buenos, casi repartidas también por ese famoso instrumento que se llama “libreta de abastecimiento”. A los malos, categoría en la que se caía por cualquier mierda, había que vigilar, limitar, censurar, apartar y mantener controlados. La fraternidad se convirtió en un arma del poder revolucionario. La solidaridad era repartida por posiciones ideológicas. Se llegó a premiar la incapacidad, la ignorancia, el odio y la mala fe, siempre que viniera revestida de intereses reales e incluso falsos de revolución.

Se nos enseñó a tal punto, que incluso hoy en el 2019, todavía nos odiamos, dentro de Cuba e increíblemente fuera de Cuba. Nuestra primera reacción es de odio, de cuestionamiento, de guerra. Se nos enseñó a vigilar y ser vigilados. Se nos metió en el hipotálamo que siempre estamos vigilados y entonces lo mejor es que vigilemos. Se nos enseñó a clasificar a las personas por su sexualidad, su ideología, etc. Se nos enseñó a que el que divide triunfa. Se nos enseñó a mentir durante muchos años y a decir que sí que veíamos lo que en realidad no existía, que confiábamos en algo que ni entendíamos, que aceptáramos la ignorancia, la incapacidad como señal suprema de identificación ideológica, que creíamos absolutamente en algo que además paralelamente no podíamos cuestionar. Se nos enseñó a huir y escapar, viendo que en realidad los que huían y escapaban, lograban vivir mejor.

¿Qué lleva hoy a un policía, hombre o mujer, a caerle salvajemente a golpes y arrastrar a una mujer que le dobla la edad, que marcha pacíficamente con una flor en las manos, pidiendo que liberen a su esposo, que para ella está preso injustamente? Un policía cubano, joven, estructuralmente musculoso, negro, de muy bajo nivel cultural, mal pagado, que vive en un albergue junto a otros policías todos los días del mes, que tiene que luchar los dólares para comprarse un par de tennis o un regalo de cumple para su hijo porque su salario para eso no alcanza, comprarle un helado a su novia o tomarse una cerveza, que también sufre los apagones, la falta de agua y el mal transporte, que puede contraer el dengue por la picada del fatídico mosquito, que puede tener un primo preso también injustamente y que tiene a 2 de sus hermanos en Estados Unidos que envían dinero a su mamá y gracias a eso la familia “escapa”.

La respuesta es simple. Ya, en 2019, no es la ideología, es sencillamente peor, es el odio. Si amigo Lincoln, al carajo la fraternidad del hombre, cuando se trata del poder, el odio puede y de hecho es, una buena herramienta. Mientras ese odio exista entre nosotros mismos los cubanos, el gobierno de turno, éste y cualquiera, estará a salvo.

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