Tal como me comentó un viejo y buen amigo,
muy conocido en nuestro Víbora Park, Mayito, Mayin o Mayincito, yo también
me niego a la fácil solución de que los cubanos somos cobardes, que hemos
perdido aquel sentimiento de rebeldía contra lo mal hecho, aquel amor a la
patria, aunque ésta signifique los escasos metros de tierra donde nacimos,
crecimos, donde tuvimos amigos, novias, historias, etc.
Me niego a pensar que, a pesar de que
odiemos tanto al gobierno, sus integrantes históricos y presentes y todo el
desmadre que han logrado con sus acciones, hoy tengamos confundido lo que
significa Cuba. Muchos sabemos que no es lo mismo, patria y gobierno, aunque durante
todos estos años trataran de engañarnos. Muchos sabemos que los dirigentes
cubanos no son dioses, no son grandes héroes, no son intocables, son
sencillamente hombres de carne y hueso con todos los buenos y malos
sentimientos adjudicados a los seres humanos, por lo que cabe en ellos también
la idea de maldad, bajeza, hipocresía, odio, etc., etc., etc.
Me sigo negando a pensar que somos menos
que otros pueblos de este mundo y que somos incapaces de defender nuestros
derechos y nuestras ideas. Me niego a pensar que personas que coinciden con no
entender y apoyar lo que están viviendo, o mejor sufriendo ya que muchas veces
no es vida, seamos incapaces de ponernos de acuerdo para lograr algo para
todos.
Estas negaciones pueden ser difíciles de
asumir, porque es cierto, muchas veces los acontecimientos y actuaciones de una
gran mayoría dentro y por qué no también fuera de Cuba, dicen lo contrario.
Sigo pensando que hubo y hay muchos cubanos
honestos que, desde sus posiciones, a veces sin consecuencias macros, en sus
momentos, defendieron sus ideas y soportaron las respuestas, incluso violentas
del poder.
Lo primero que me gustaría decir es que,
aunque nos desesperemos, nos encabronemos, nos deprimamos, muchos procesos
sociales no se resuelven en segundos o en días, menos como producto del uso de
una varita mágica. La situación es, a veces, más compleja y hay soluciones
aparentemente fáciles de conseguir y grandes verdades de Perogrullo, que
demoran mucho en ejecutarse. Nos cuestionamos entre nosotros mismos, sobre todo
desde cómodas y seguras posiciones, de por qué no se hace esto o aquello,
desconociendo, que las cosas hay que estructurarlas poco a poco para luego de
un proceso, obtener algún resultado serio y estable.
Los procesos sociales, lo que significa
movilizar a las personas en una dirección, salvo producto de un estallido
violento, demoran muchos años. Si, es cierto, 60 años pueden parecer muchos, pero
no, porque no existe ninguna fórmula o tabla que defina lo que tiene que pasar
y cuándo tiene que pasar. La sociedad no es química, entonces aquello de que
agua + limón + azúcar es siempre limonada, no funciona.
Lo que sí es una pena es que los que
formaron y forman parte del gobierno cubano desconocieran o peor se defecaran
conscientemente en algunas leyes y experiencias sociales, que podrían haber
cambiado el presente de nuestro país. Es una pena que se dirigiera a voluntad y
capricho, sin el menor apego a las leyes de la historia o peor queriendo
cambiarla. Es una pena que el gobernar, solo tuviera como objetivo mantener el
poder como una droga, disfrutando de las ventajas que esto trae cuando no
existen límites, ni controles, cuando sólo es poder es su mismo límite y
control.
Es una gran pena que, por ejemplo, se haya
desconocido o peor ocultado pensamientos tan claros como el que reproduzco a continuación.
Mas claro ni el agua.
Abraham Lincoln dejó dicho:
“No se puede ayudar a los pobres
destruyendo a los ricos. No se puede fortalecer al débil debilitando al fuerte.
No se puede lograr prosperidad desalentando el ahorro. No se puede levantar al
asalariado destruyendo a quien lo contrata. No se puede promover la fraternidad
del hombre incitando el odio de clases. No se puede formar el carácter y el
valor mediante la eliminación de la iniciativa e independencia de las personas.
No se puede ayudar a las personas de forma permanente haciendo por ellos lo que
ellos pueden y deben hacer por sí mismos”.
Si los dirigentes que han pasado por Cuba, sólo
se hubieran leído este pensamiento, hubieran logrado un país más próspero del
que hoy tenemos. Pura lógica. Podían haber convertido este pensamiento en la
plataforma programática de su revolución y su partido. Este sencillo párrafo podría
haber sido “La historia me absolverá” de Fidel. Este sencillo párrafo debería
llenar todas las vallas que existen en Cuba y de esta forma sustituir las fotos
de mentirosos y caprichosos líderes y discursos y palabrerías que no tienen vínculo
con la realidad de ese país.
Cuando se lee lo que aparentemente dijo
Lincoln, es fácil de concluir que se hizo el mayor esfuerzo, se concentraron, obstinaron
y dedicaron fuertemente en hacer exactamente lo contrario a lo que dice cada
una de las palabras que están reflejadas.
Si se hubieran leído a Lincoln y por
supuesto lo hubieran entendido, cosa que reduce enormemente el grupo de
personas que encabezaron el gobierno revolucionario a partir de 1959, podrían
haber, desde esos momentos, vislumbrado cuál hubiera sido el futuro de ese país
que todos coincidimos que es lindo y agradecido. Hubieran descubierto, desde
los primeros momentos, la destrucción, no solo económica, sino social, cultural,
política, familiar, etc. que lograrían.
Quizás todavía muchos podrán decir que
Lincoln con su pensamiento apostó por el capitalismo y la diferencia social y
de clases. Es cierto, pero después de 60 años, qué es lo que tenemos de
coherente en la Cuba de hoy. ¿Cuál es el mal engendro en cada una de sus
partes malas que se ha logrado?
Si Lincoln pudiera salir del Lincoln
Monument Association en Springfield donde está enterrado y caminar por Estados
Unidos, seguro se sentiría muy orgulloso, amén de los problemas, de reconocer
un país grande, unido, rico y próspero, donde sus ciudadanos sienten orgullo de
vivir. ¿Pudiera nuestro poeta de “la historia me absorberá” salir de la piedra
que le dieron como última morada, por cierto, siendo Cuba un país de tantas
piedras lindas, la escogida es punto menos que horrible, donde seguro sus verdaderos
restos no están, caminar por Cuba y sentir lo mismo? Es esa la primera y gran
diferencia.
No conocía este pensamiento de Lincoln, debo
decir que he quedado fascinado, porque resume lo que millones de veces he
pensado y otros millones de veces, los que me conocen saben mi capacidad de
repetir, he repetido. Me siento orgulloso de ver que no estaba equivocado, además
de Lincoln, la realidad que se enfrenta hoy en Cuba, así lo ratifica.
Veamos.
No se puede ayudar a los pobres,
destruyendo a los ricos. No se puede fortalecer al débil debilitando al fuerte. A los pobres se les puede ayudar un día.
Es responsabilidad del gobierno de darle las herramientas y el estudio para que
puedan entender y generar la riqueza. Los pobres, a veces lamentablemente, no
tenemos las condicionantes para desarrollar estrategias a largo plazo, para
crear riquezas. Los ricos ya están, ya estudiaron o sencillamente trabajaron
para crear compañías y negocios estables, tienes además algo importante, la
cultura del negocio, la cultura del dinero.
¿Por qué cogerla con aquellos que ya saben?
Las medidas deberán apoyar a tener una economía fuerte y eso no se genera
solamente con incondicionalidad ideológica, hay que saber de economía. ¿Qué
podía aportar un campesino analfabeto, alfabetizado en 45 días, más allá de su
machete, su manga para colar café, su viejo quinqué? Pues sí, de poquito podría
haber aportado no grandes estrategias para trabajar en la bolsa, pero si qué
tipo de yuca o malanga sembrar y dónde. Y ni a eso se le hizo caso.
De estos ejemplos, historias y cuentos hay
millones en Cuba. Veamos uno de mi vida. Conocí a una persona genial por su
sabiduría de la vida, El Chino, papá de mi cuñada Baby que, viniendo de los
estratos más pobres y humildes de su Vereda Nueva, logró antes de 1959 tener,
entre otras muchas cosas una finca de aguacates, 500 plantas, con las que
surtía los mercados de La Habana. Triunfó la Revolución y las matas de aguacate
fueron tumbadas para construir edificios de microbrigadas y como símbolo
ponerle al lugar La Aguacatera. La finca estaba rodeada de campos de marabú, cientos
de hectáreas sin cultivar, pero el reparto tuvo que construirse tumbando las 500
matas de aguacate que esa persona, trabajando, había logrado tener. Un aguacate
en Cuba hoy es un lujo. Los cubanos siempre decimos coñooooooooooooo aguacate,
lo que declara nuestra añoranza. Ayer acabo de escuchar algo realmente definitorio
para el cubano, no existe nada más jodido que después de haber comido y estar
repleto, enterarnos que había aguacate y a alguien se le olvidó ponerlo en la
mesa. Es así, cada pueblo tiene sus gustos.
Un país no se dirige como un árbol de
navidad donde se ponen regalos para todos, muchas veces solo por quedar bien.
Un país no se construye bajo los ánimos de venganza, ni revancha. No se puede
eliminar la miseria quitándole lo que tienen a los que han trabajado honestamente
porque el resultado, que es lo que vemos hoy en Cuba, es que lo único que se
logra es multiplicar la miseria. ¿Por qué intervenir un pequeño taller de arreglar
zapatos? ¿Por qué nacionalizar y estatalizar a una persona que vendía
granizados en una esquina de La Habana? Resultado, todos llegamos a andar con
zapatos rotos y la idea de tomarse un granizado, o sea, hielo rayado con un
poco de sirope con sabor a alguna fruta o cítrico, se convirtió sencillamente
en algo fuera de los normal.
No se puede lograr prosperidad desalentando
el ahorro. No se puede levantar al asalariado destruyendo a quien lo contrata. En República Dominicana conocí a Nabij
Khoury, el papá de mi amiga Lissette. Llegó a ese país con 14 años,
extremadamente pobre, sin hablar español, sin haber visto a un negro ni a una
mata de plátano en su vida y murió rico, no sólo él, sino que, siendo sincero, colaboró
y dejó ricos a todos los integrantes de su familia. Un día en una de las entrevistas
que le hice para poder escribir su biografía me preguntó, ¿Rolando, sabes por
qué hoy tengo lo que tengo? Inmediatamente el mismo me respondió, porque siempre
me arropé hasta donde la sábana me daba. Comencé mi primer negocio con mi mujer
y primeros dos hijos durmiendo detrás del mostrador de una pequeña tienda y
cuando pude salir de ahí, me trasladaba a mi primera fábrica en bicicleta.
Nabij, rico de verdad, nunca botó su dinero.
La revolución cubana se hizo con una
mentalidad millonaria, a todos se nos enseñó a que éramos ricos, que no valía
la pena ahorrar, que, como todo venía de afuera, pues nuestra misión era el
consumo. No aprendimos a ahorrar el agua, hoy no la tenemos. No aprendimos a
ahorrar electricidad, hoy no la tenemos. No ahorrábamos recursos, lo importante
era cumplir con el compromiso de terminar la obra para tal cumpleaños de Fidel.
Perdimos el valor del dinero, se llegó a decir que para nada haría falta,
perdimos el contacto con la tierra, lo más importante era ser ingeniero, médico,
cosmonauta, etc. Perdimos el amor por el ahorro, para qué ahorrar, éramos
millonarios. Los barcos rusos que nos traían hasta la col encurtida no cabían
en la bahía de La Habana.
Comenzamos a tener sólo megaproyectos. Grandes
fábricas, el mejor zoológico de animales libres, sin tener qué producir, ni
animales que mostrar. Comenzamos a hablar del mejor restaurante del mundo, la
mejor playa del mundo, el mejor ron del mundo, el mejor tabaco del mundo, la
vida más segura y con mejores condiciones de todo el mundo, el mejor deporte,
los mejores hospitales, etc., cuando todo esto era mentira, pero nos hacía
sentir bien. Creamos una mentalidad de millonarios teniendo en realidad los
calzoncillos rotos. Desarrollamos un gran chovinismo, donde llegamos a pensar
que ser cubano era ser algo extraordinariamente importante para el planeta Tierra.
Irradiados por la prepotencia y demencia
prematura de nuestro gran líder y su personalidad megalómana, llegamos a
sentirnos como una super potencia, capaz de compararnos y ganarle la competencia
a las superpotencias reales del mundo. Increíble, una isla del Caribe, que todavía,
después de 60 años del mismo gobierno, no ha logrado estabilizar la producción de
sal común, proceso donde intervienen elementos tan sencillos como el agua de
mar y el Sol, más algunos tractores. Sal que hoy terminamos importando.
No se puede levantar al asalariado
destruyendo a quien lo contrata. Exactamente lo contrario a lo que dice
nuestro marxismo. Exactamente lo contrario a esto es lo que se hizo porque lo
había dicho Carlitos Marx y luego un poquito Lenin y sus colaboradores, lo
pusieron de moda en su antigua Rusia a golpe de empujones, tropiezos, trompones
y otras cositas más.
Y entonces levantamos al asalariado, cuya
primera misión fue destruir sólo por destruir al que lo contrataba. Le
entregamos al asalariado el poder de decidir, de tomar acciones, comenzando por
la venganza de joder hasta el que en esos momentos fue su patrón. Comenzamos a dividir
la historia de forma muy simple, los malos y los buenos. Los malos eran aquellos
que habían estudiado, trabajado y en ese momento exhibían algún beneficio
económico y no apoyaron los cambios, los buenos eran obviamente los pobres para
los que se hizo la revolución, pero también los vagos, los lumpen, los
delincuentes, los ladrones, todos, metidos en el mismo saco de proletarios.
Los que sabían y tenían los recursos se
fueron del país o sencillamente se retiraron a esperar ver el cadáver del enemigo
pasar, y los que no sabían ocuparan sus cargos y puestos. ¿????????. ¿Cómo? Es difícil
de explicar, pero lo que primó fue el sentimiento de incondicionalidad ideológica,
cosa que se puede entender en y para aquellos momentos, pero que
lamentablemente sigue siendo hoy la tabla para medir a las personas. Entonces
de pronto habías sido combatiente en la Sierra Maestra y te encontrabas
dirigiendo una actividad o ministerio de vital importancia para la economía de
un país entero.
Un buen día nos levantamos y la emprendimos
contra el panadero. Era un burgués. Llegamos a la panadería y le dijimos, a
partir de hoy ya no eres más el dueño, eres un explotador y le entregamos la
responsabilidad de hacer pan al sargento de la Sierra Maestra Rodriguez, era
confiable y sobre todo de procedencia muy humilde. Rodriguez no tenía ni la
menor idea de, de dónde venía la harina, qué tipo de harina utilizar, que
cantidad de levadura, cómo funciona un horno, etc. Rodriguez, el pobre, en el
cumplimiento de su honorifica función convirtió su panadería en un cuartel y
comenzó a improvisar para quedar bien. Los salarios los puso el gobierno, así
que no era su responsabilidad tampoco el tema de la contabilidad, las
ganancias, etc. El viejo panadero quizo incluso compartir su experiencia de
siglos, porque su papá, su abuelo, su bisabuelo habían sido panaderos, no fue
escuchado, al final de la historia era un burgués enemigo. Fin del cuento, ¿Y a
dónde fue a parar el pan?
Pensemos. Che, argentino, lo que quiere
decir que más allá de los cuatro lugares donde tiro algunos tiros y el camino
de la invasión a occidente medio arreglada con las tropas batistianas, más un
poquito de las cuatro calles de la ciudad de Santa Clara, no conocía absolutamente
nada de Cuba. Absolutamente nada. Médico de formación académica, lo cual por su
edad en aquel momento había ejercido realmente poco. Por pura lógica, conocimientos
de economía, de dinero, de valores no debería tener alguno. De soldado aguerrido,
muy rápido a comandante pues hacía falta llenar la plantilla y crear una
estructura y de pronto, bummmm, presidente del Banco Nacional de Cuba. Obsérvense
los billetes de aquella época, en algo tan importante como los billetes de la
moneda nacional cubana, el tipo como presidente firmó “Che”. ¿Cómo se lo permitieron?
Nada, era una burla al capitalismo, así es como se concebía la nueva revolución,
de seguro incluso a sus colaboradores le pareció muy gracioso.
No se puede promover la fraternidad del
hombre incitando el odio de clases. El odio, de madre, pero es una buena herramienta
cuando se necesita movilizar a alguien. El odio como herramienta ideológica,
como arma suele resultar fantástico. Por lo general los grandes cambios por
revolución llevan implícitos algo de odio. Se nombran enemigos, se dirigen
hacia ellos la mirada y se aprieta el botón de acción.
Recuerdo las imágenes que se repetían mil veces
en nuestra televisión, donde un pueblo enardecido, frenético, delirante, a raíz
del triunfo de la revolución, salió a las calles a romper y quitar los parquímetros
y destruir los casinos, los hoteles como acciones revolucionarias en contra del
capitalismo. Es entendible, tiene su explicación, se coge a una persona o a
miles, se les mete un poco de pólvora por el culo, se le enciende una mecha, se
les enseña una foto del capitalismo y se les dice, ahora, salgan y cójanlo. Y
entonces esa persona o miles salen a la calle a romper salvajemente parquímetros
como muestra de apoyo a estar acabando con el explotador. Los símbolos a veces
hablan.
El odio es una buena herramienta para
polarizar en bandos. Es simple, yo soy el bueno y el que no esté a mi lado, es
malo y con los malos tenemos que acabar. El odio revestido de ideología, de
discursos populistas, incluso disfrazado de amor, suele ser efectivo.
El odio en Cuba fue mucho más efectivo que
una herramienta para llegar al poder. Es sencillamente parte de esa estrategia de
divide y vencerás. Es, increíble y lamentablemente hasta hoy, una solución para
dirigir y mantener el poder.
Entonces se nos enseñó a odiar. Primero a
los enemigos, donde se metió en el mismo saco a los que habían cometido
crímenes, a los corruptos, a los mafiosos y se les unió con el simple panadero,
dueño de una panadería de barrio, que lo que hacía era levantarse todos los
días a hacer el pan, cosa que había aprendido de su papá y abuelo y que hasta
ese momento era algo muy digno de lo cual sentir orgullo. Se comenzó a nombrar
enemigos a los que no entendían y se trababan con lo que estaba pasando, a los
que discrepaban y a los que estaban, con razón o no, en contra.
Se animó el odio contra la religión, sobre
todo la católica, porque algún que otro cura había colaborado con el enemigo y prestando
su iglesia como amparo. Entonces se la cogió con mi abuela Tomasita, que lo
único que hacía era rezar el rosario todas las noches sentadita en el portal
esperando a que mi viejo llegara y decir, que Dios te acompañe, cosa que había aprendido
de su mamá y ella de su mamá, etc. y no podía entender por qué ahora no podía
decir aquello públicamente a sus nietos, si lo que estaba deseando era el bien.
Se la cogió con los que preferían, por
enfermedad, sinvergüencería, JAJAJAJA, o consciente y pura decisión, amar a
personas de su mismo sexo. No se podía ser revolucionario y homosexual. Marx no
había dicho nada de los homosexuales, no nos dejó ningún consejo o receta para
con ellos y Lenin era heterosexual, por lo que no sabíamos dónde ponerlos. Se
comenzó a odiar sólo por suponer que tenías otra inclinación sexual. Y se odio
mucho.
Los trabajos comenzaron a ser para los
revolucionarios, las universidades comenzaron a ser sólo para los
revolucionarios, los beneficios extras, digamos becas para estudios, casas,
carros, refrigeradores y ventiladores rusos, etc., comenzaron a ser para los
revolucionarios.
Fue sencillo, nos pusieron a fajarnos entre
nosotros mismo y la guerra no sólo se quedó en el plano social y laboral, sino
que llegó a nuestras familias. A veces pienso que tenemos una fortaleza extra,
porque en realidad deberíamos todos estar un poco locos.
En los centros de trabajo era normal que
compañeros que se conocían y querían desde hacía años, se tiraran del pellejo
hasta casi la muerte, por ver a cuál de los dos se le otorgaba como premio una
batidora rusa. Los amigos se peleaban a muerte. La gente en las universidades
andaba con unas libretas donde recogían la participación en actividades extra
docente para el momento cuando se otorgaran las plazas laborales tener claro
quién había participado más. No era tan importante tu rendimiento académico, lo
importante era tu “participación general integral” Clásico, los brutos siempre
eran mejores revolucionarios.
Vivimos durante muchos años dentro de familias
divididas, donde nos vigilábamos, donde nos censurábamos e incluso nos repudiábamos
unos a otros. Se llegó a odiar tanto que un joven no podía compartir con su
hermano, el primero había escogido ser de la Seguridad del Estado, el otro era
homosexual y santero público. Una madre vanguardia, militante del PCC, no podía
aceptar y amar a su hija públicamente, ella desde jovencita había escogido amar
a Dios y se había entregado a las monjas Carmelitas.
A los padres se les orientó combatir desde
las casas cualquier manifestación que fuera en contra de lo que ellos debatían en
aquellas interminables reuniones de la UJC o del PCC prácticamente todas las
semanas. Entonces las familias se convirtieron en campos de batallas
ideológicas, donde, muchas veces sin recursos, nuestros padres trataban, por
convencimiento o simple protección, de que pensáramos e hiciéramos lo que ellos
decían o lo que alguien les decía que era lo que había que hacer para no tener
problemas. Recuerdo hoy como si estuviera escuchando la voz de mis abuelas y no
puedo sentir ganas de llorar y esa era la frase más tiernamente utilizada por
ellas, Rolandito, por favor, mantente callado, no te metas en problemas.
A mí y a mis amigos nos gustaba el pelo
largo, los jeans, los tennis sin media, los pantalones apretados, el rock, las
lecturas de libros y revistas censurados, cosas que fueron declaradas símbolos
malignos del capitalismo contra los que había que luchar y, entonces nos
obligaron a mentir o a discutir todo el tiempo. Horror, los tatuajes, las
argollas, etc., se convirtieron en símbolos enemigos a los que dedicar grandes batallas
ideológicas. Mi amigo Ruso, poseedor de una barba rubia, fue mandado a afeitar
porque aquella linda barba no era una barba revolucionaria.
Se odió a Estados Unidos, sin que muchos supiéramos
dónde estaba y qué era exactamente. Se odió entonces a todo el que se fue o
quería ir a vivir allí, incluso a los niños y jóvenes que fueron conducidos por
sus padres. Muy rápido las personas que hasta un día fueron buenos vecinos,
buenos estudiantes, buenos amigos, familia, se convirtieron en gusanos y escorias
a los que había, no sólo que no reconocer, sino repudiar públicamente,
incluyendo actos y más actos de violencia física.
Dijo Lincoln, no se puede promover la
fraternidad del hombre incitando el odio de clases. Es peor amigo Lincoln,
porque en Cuba, queramos hoy reconocerlo o no, nos guste o no, estemos arrepentidos
o no, por un lado, con un discurso populista, engañoso, confuso, y claramente,
para los que no eran ciegos, mal intencionado, se hablaba de fraternidad, de
hermandad, de solidaridad, y por debajo todo aquello estaba soportado por el
odio hacia y entre nosotros mismos.
Sí, la revolución enseñó a odiar en la misma
manera que señaló y escogió a enemigos internos, tan internos como dentro de
nuestras propias familias. Se nos enseñó a odiar en la misma medida que,
muchos, millones, aprendimos que era preferible mentir para escalar o al menos
no tener problemas. Se nos enseñó a que era preferible mentir y culpar al otro,
para poder escapar de la culpa.
La fraternidad y solidaridad se convirtieron
en acciones exclusivas para un grupo de personas, los llamados buenos, casi repartidas
también por ese famoso instrumento que se llama “libreta de abastecimiento”. A
los malos, categoría en la que se caía por cualquier mierda, había que vigilar,
limitar, censurar, apartar y mantener controlados. La fraternidad se convirtió
en un arma del poder revolucionario. La solidaridad era repartida por posiciones
ideológicas. Se llegó a premiar la incapacidad, la ignorancia, el odio y la
mala fe, siempre que viniera revestida de intereses reales e incluso falsos de
revolución.
Se nos enseñó a tal punto, que incluso hoy
en el 2019, todavía nos odiamos, dentro de Cuba e increíblemente fuera de Cuba.
Nuestra primera reacción es de odio, de cuestionamiento, de guerra. Se nos
enseñó a vigilar y ser vigilados. Se nos metió en el hipotálamo que siempre
estamos vigilados y entonces lo mejor es que vigilemos. Se nos enseñó a
clasificar a las personas por su sexualidad, su ideología, etc. Se nos enseñó a
que el que divide triunfa. Se nos enseñó a mentir durante muchos años y a decir
que sí que veíamos lo que en realidad no existía, que confiábamos en algo que
ni entendíamos, que aceptáramos la ignorancia, la incapacidad como señal suprema
de identificación ideológica, que creíamos absolutamente en algo que además
paralelamente no podíamos cuestionar. Se nos enseñó a huir y escapar, viendo
que en realidad los que huían y escapaban, lograban vivir mejor.
¿Qué lleva hoy a un policía, hombre o
mujer, a caerle salvajemente a golpes y
arrastrar a una mujer que le dobla la edad, que marcha pacíficamente con una
flor en las manos, pidiendo que liberen a su esposo, que para ella está preso
injustamente? Un policía cubano, joven, estructuralmente musculoso, negro, de
muy bajo nivel cultural, mal pagado, que vive en un albergue junto a otros policías
todos los días del mes, que tiene que luchar los dólares para comprarse un par
de tennis o un regalo de cumple para su hijo porque su salario para eso no
alcanza, comprarle un helado a su novia o tomarse una cerveza, que también sufre
los apagones, la falta de agua y el mal transporte, que puede contraer el
dengue por la picada del fatídico mosquito, que puede tener un primo preso
también injustamente y que tiene a 2 de sus hermanos en Estados Unidos que envían
dinero a su mamá y gracias a eso la familia “escapa”.
La respuesta es simple. Ya, en 2019, no es
la ideología, es sencillamente peor, es el odio. Si amigo Lincoln, al carajo la
fraternidad del hombre, cuando se trata del poder, el odio puede y de hecho es,
una buena herramienta. Mientras ese odio exista entre nosotros mismos los
cubanos, el gobierno de turno, éste y cualquiera, estará a salvo.
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