lunes, 30 de marzo de 2020

¡Que ridículos somos!


Recuerdo un día hace ya años en el lugar donde trabajaba, me dieron una orden para resolver un problema en el apartamento de una residente. El nombre que estaba impreso en el papel era de esos típicos nombres vietnamitas y entonces me dispuse a trabajar.

Llegué, toqué la puerta y me abrió una linda joven, de cara redonda, de ojos muy rasgados y de piel mulata oscura, no llegaba a ser negra, pero si muy oscura. Hablaba bien el inglés.

Yo, entonces me trabé, miré la orden, la miré a ella, volví a mirar el papel y luego la volví a mirar a ella, imagino con cara de asombro. Le pregunté si ella era el nombre que estaba en la orden, ella sonrió, me hizo pasar y me explico. Su mamá era vietnamita, pero su padre había sido un soldado negro que había estado en la guerra. Entendí. Ella no me explicó si el militar había violado a una joven nativa, existen miles de historias de violaciones reales, o si los jóvenes, él negro, militar, ella vietnamita campesina, se habían enamorado, de lo que también hay miles de historias. Lo cierto es que producto de aquella relación, nació ella, que luego de terminada la guerra, al pasar el tiempo, se acogió a la nacionalidad del padre y ahora vive feliz en Lincoln, Nebraska.

Linda historia, que me enseñó que, no existe la posibilidad, ni debería haber la posibilidad de hacer esquemas, cosa con la que, lamentablemente, muchos vivimos. Si, la joven es una mulata, de ojos chinos, de pelo lacio que nació en una aldea de Viet Nam.

Entonces hoy, en medio de “quédate en casa” me he encontrado con una linda foto que incorporo y además de hacerme pensar, me ha motivado a escribir.


La foto fue tomada sin preparación, o sea, no es un montaje, en un momento donde un soldado norteamericano, en medio de un combate, carga a dos niños vietnamitas para salvarlos de las balas y ponerlos a buen recaudo. Al soldado no se le ve la cara, pero por coincidencia del instante, del milisegundo en que trabaja el lente de la cámara fotográfica, los dos rostros de los niños quedaron expuestos. La foto es linda, en la misma medida que es fuerte. La foto es romántica, en la misma medida que denota la gravedad y seriedad del momento. La foto da cierta paz, en la misma medida que el polvo y el movimiento, delatan lo agresivo que tuvo que ser aquel momento. La foto es amorosa, aunque no del amor baboso.

No voy a hacer la historia de la guerra de Viet Nam, sobre ella se puede leer y ver muchos documentales e incluso películas basadas en la objetividad. Sólo diré que admiro a ese pueblo, que me parece uno de los más grandes que han existido en nuestro momento, capaz de, nada más y nada menos, derrotar al ejército norteamericano y enviarlo a casa, no sólo sin victoria, sino sin nada en las manos. Viet Nam dio el mejor ejemplo dentro de una guerra convencional, donde los americanos por meter metieron todas las armas inventadas, más las que estaban inventando y al final no les sirvió. Aquellos hombres y mujeres bajitos, delgados, mayoritariamente campesinos muy pobres, sin armas sofisticadas, sin súper ejércitos, estudiando debajo de la tierra, sembrando sus campos para poder mantenerse, vencieron en buena lid a los norteamericanos, que además de derrotados, regresaron a casa traumatizados, enfermedad que todavía hoy existe en los que han sobrevivido. Esa es la dura verdad. Dura para la Unión, pero la verdad.

Recuerdo que desde niño admiro a Viet Nam. Mi madre trabajaba en el hospital Calixto García, lugar donde yo, como hijo de revolucionarios, pasaba parte de mis vacaciones, asistiendo a planes vacacionales, más reuniones, trabajos voluntarios, etc. Yo en primaria, quizás 9 o 10 años, era como una especie de mascota, sobre todo para aquellas enfermeras que trabajaban y estudiaban al mismo tiempo, por lo que recuerdo entrar y salir de las salas y los albergues, mientras ellas comían, dormían, se cambiaban de ropa, frente a algunos ingenuos niños, entre los cuales me encontraba. Por aquellos años, vivía yo enamorado de una preciosa enfermera rubia, de un hermoso cuerpo, recuerdo su nombre, se llamaba Mercedes, creo que era de Camagüey, que me llevaba con ella para todas partes. Quizás por aquellos años comenzaron mis problemas con el amor.

Dentro de aquel grupo de enfermeras y doctoras, había uno, bastante grande, de vietnamitas. Ellas eran todas iguales. Delgaditas, de pelo largo amarrado con una trenza, usaban pantalones negros y que caminaban con libros de un lugar a otro. Mi madre me decía siempre que, digamos, cuando Cuba estaba de fiesta por cualquier cosa, le preguntaban a las vietnamitas si participarían y ellas siempre, inequívocamente, respondían, entre risas apenadas, que su país estaba en guerra y ellas estaba en Cuba para estudiar, que por esa razón no asistirían a fiestar. Ejemplo de entrega, su país estaba en guerra, sus pobladores estaban muriendo y entonces ellas no podía tomar ron, ni bailar, ni divertirse, estaban allí para estudiar, terminar sus carreras y regresar a Viet Nam a salvar vidas o por lo menos a tratar de hacerlo. Gigantes. Enormes compromisos y responsabilidades individuales. Aquellas respuestas, conociendo más lo que fue la guerra para ambos bandos que participaron, todavía hoy me impresionan.

Volvamos a la foto. Su intensidad es tanta que se puede cerrar los ojos y respirar el olor a pólvora, se puede sentir el ruido de las metrallas y escuchar los gritos, se puede casi tocar el polvo y en medio de eso, un soldado desconocido, anónimo, que carga a dos niños para salvarlos. ¿Cuántos niños fueron salvados? No sé, ni idea, pero pudieron ser muchos.
Claro, siempre queda aquello o aquellos que dirán, bueno, el soldado estaba en la guerra matando vietnamitas y salvó a esos niños para la foto. Cada cual puede pensar en lo que quiera, pero lo cierto es que la guerra ya estaba funcionando, el soldado fue a matar a soldados para no morir, quizás metido en un chorizo sin conocerlo o estar totalmente de acuerdo, pero independiente de eso, los niños, no culpables, fueron salvados, quizás hoy, tal como aquella mulata vietnamita que conocí, vivan en Estados Unidos.

Entonces me permitiré hacer una anécdota. Hace muchos años vi un video académico excepcional, que luego utilicé en muchísimas ocasiones en mis clases de marketing, estrategia empresarial y ventas, que se titula “El poder de una Visión”. El protagonista narrador, desarrolló su estrategia de explicación en tres puntos diferentes, lo que significa el poder de una visión positiva de futuro para las personas, las empresas y las naciones.
Dentro de su explicación hizo una anécdota que también he hecho a muchas personas, muchas veces y que me parece genial, mucho más si la pudiera reproducir aquí con todas sus imágenes y sonidos.

Cuenta que existió una vez un escritor, viejo, sabio, poeta, que se había retirado a la playa a escribir. Una de las tardes vio a un joven que caminaba por la orilla de la playa, se agachaba, recogía algo y corriendo hacia adentro del mar, lo lanzaba lo más lejos posible.

Trató de distraerse y olvidar la imagen, pero ella, la de aquel joven que se agachaba, recogía algo y lo tiraba al mar lo perseguía, hasta que, sin poder más, intrigado, se levantó de su asiento, dejó sus papeles y se fue a ver al joven. Al acercarse y ver lo que el joven hacía, sin entenderlo, le preguntó:

_ ¿Joven, que está usted haciendo?

A lo que el joven respondió:

_ Estoy tirando estrellas de mar al océano.

En efecto, la orilla de la playa, sobre la arena, estaba llena de estrellas de mar y el joven, él solo, se desgastaba en aquella acción. El viejo sabio, poeta, entonces le dijo:

_ Pero joven, la playa está llena de estrellas de mar, son cientos de ellas en cientos de kilómetros, ¿Cree usted que su acción tiene sentido?

Dice que el joven lo miró respetuosamente, se agachó, recogió una estrella y corriendo entró al mar y la lanzó con mayor fuerza. Regresó y le respondió:

_ Para aquella tuvo sentido.

El narrador cuenta que aquello para el viejo, para el sabio, fue una enorme enseñanza, si, lo que uno sólo puede hacer tiene sentido, si luego se suman otros, entonces más estrellas de mar se salvarán. 

Para los críticos de la foto, para los que piensan más en los desastres generales causados por la guerra, que se podía haber evitado, como todas las guerras, para los que gustan de contar los muertos, para los que acusan a ese soldado de matar a otros soldados, habría que decir que todo eso es cierto, pero para aquellos dos niños, aquella acción, tuvo sentido.

Con todo esto del Coronavirus, los muertos, los que se han salvado y de seguro se seguirán salvando, las medidas bien y mal tomadas, el enorme esfuerzo del personal de hospitales, que va desde médicos especialistas hasta las personas que limpian los pisos y la locura de personas que ahora dan gritos locos y se lamentan porque se les ha pedido quedarse en la casa tranquilos y no salir a la calle, salvo por necesidades imperiosas, no sé por qué pienso en Viet Nam y en su pueblo, pienso en mí y en personas que como yo, han estado dentro de calabozos o cárceles, presos semanas, meses, 5, 10, 15 años, sin televisión, sin internet, sin calefacción, sin aire acondicionado, sin visitas de familiares cercanos, sin cartas o celulares, apenas con comida o con muy malas comidas y me digo, ¡que ridículos somos todos!

Ahora estamos alterados porque no podemos salir a la calle a pasear, no podemos ir a un bar o a un restaurante, todo esto por unos días. Podemos comer, pero no nos basta, podemos tomar, pero no nos basta, podemos ahora dormir todo el día, todos los días, pero ahora no nos basta. Ahora, a cambio de ponernos más nerviosos, tenemos que quedarnos un ratico, unas horas, unos días, en nuestros confortables hogares, propios o alquilados y ver al mundo desde nuestro balcón, portal o nuestra internet y eso nos tiene mal. ¡Qué ridículos somos!

Cuando hablo con mi amigo Ruso sobre esto, él con experiencia se haber estado varios años preso en Cuba y haber pasado por varios calabozos y cárceles, siempre acordamos que el tipo que inventó las cárceles fue más salvaje que el que inventó la pena de muerte. El que muere se ve privado de la vida, “se va” al infierno o al paraíso, en dependencia de lo que fue su vida, pero al que encierran vivo, privándolo de una de las cosas más preciadas por cualquier humano, o sea, la libertad, lo están matando todo el día, todos los días de su vida.

Vivimos una situación especial, que, a pesar de lo distinta, nadie ha pedido que tenemos que sentirnos presos dentro de nuestras casas. La prisión es otra cosa totalmente diferente. Se nos está pidiendo que hagamos un esfuerzo por no salir por gusto a la calle, que no nos reunamos con grandes grupos de personas, que no frecuentemos lugares potencialmente contagiosos, que tengamos a bien protegernos y proteger a otros, se nos está pidiendo que ahora mismo no hagamos fiestas multitudinarias en nuestras piscinas, que tratemos de no toser frente a otros, que no le escupamos a nadie a la cara. La idea es que disfrutemos de la idea de estar en casa.

Claro, ahora están de moda, las modas y entonces aparece como un lamento de muchas personas, que, por incapacidad de controlar sus cerebros, sienten la necesidad de “escapar”, nadie sabe hacia dónde, muchos no saben el por qué, pero la palabra es escapar. Además de los muertos, los infestados, la carencia de equipos médicos, la inoperatividad de los servicios de salud y la incapacidad de los políticos, cosas suficientes para llenarle la cabeza de humo a cualquiera, nos hemos llenado de reclamos de ¡quierooooooooooo salirrrrrrrrrrr! y es porque, creo, que muchos, a pesar de nuestras edades reales, de nuestras profesiones, de nuestras experiencias, todo esto en tiempo de paz, no hemos rebasado la etapa de la infancia, donde las cosas, como para muchos niños de forma consciente, se resuelve tirándose al piso y dando una pataleta. Quiero salir y como no puedo me voy a tirar al piso a dar gritos. ¡Que ridículos somos!

Nos desgastamos en comprar o alquilar casas, nos desgastamos en llenarlas de tarecos. Compramos y pagamos servicios de comunicación. Llenamos nuestros refrigeradores de comida y nuestros closets de ropa. Adornamos nuestros libreros con libros y revistas. Adoramos flores plásticas o de verdad, que nos alegran y embellecen la vida. Vivimos dando una imagen de solidez, madurez, estabilidad, confort, etc., y frente a la necesidad de estarnos unos días en nuestras casas, con el privilegio de estar junto a nuestras familias, quizás con alguna visita programada de un amigo cercano no contagiado, con café y vinos, con películas por ver o repetir, con miles de libros a leer o releer, nos convertimos en todo un drama y nos estamos volviendo locos. He leído de personas que han atentado contra sus vidas por tener que estar dentro de sus casas. ¡Qué ridículos somos!

Quizás nos haga falta, ya que a veces la teoría no alcanza o no funciona, la práctica de pasar un poco de hambre y un poco de frío, de estar algunos días dentro de un calabozo, tapiados, sin comunicación, de estar en una guerra como la de Viet Nam, para entonces poder comprobar la alegría de quedarnos en casa sin exagerar, sin llorar por estar aburridos, sin la necesidad de patalear o escapar. Quizás, de esa forma todo vuelva a tener sentido.

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