Claro, sé que, con un
título como este, todos estarán erizados, esperando a ver qué ideas
rocambolescas se me ocurren ahora. Y puede ser cierto, siempre resulta más
fácil para la aceptación, hablar o escribir sobre temas light, o sea, suaves,
donde todos sonriamos y estemos de acuerdo, aunque el tema y la conversación
sea una mierda. Prefiero entonces, sabiendo que puede ser complicado, escribir
sobre este tema para terminar el año, esperando que puedan leerlo y así recibir
mi presencia. Yo, como siempre, no tengo la verdad, sólo escribo sobre mi
verdad.
Debe ser el haber
crecido en un país con escasez, donde todos, más o menos, vestíamos iguales,
con lo que podíamos; puede ser que crecimos prestándonos la ropa y los zapatos
entre amigos para poder ir a una fiesta o vistiéndonos con la ropa de nuestros
padres, tíos, hermanos, si teníamos la suerte de que nos sirviera; puede ser,
en mi caso específico, que crecí en una familia, donde para nada teníamos
problemas económicos, pero nos enseñamos y aprendimos a valorar algo más que la
ropa, los perfumes, etc. Debe ser uno de esos problemas o todos juntos, porque
coincido aquí con dos amigos con los cuales compartí mi infancia y juventud, Ruso
y Mayito, y, a pesar de que viven en Estados Unidos, siguen siendo los mismo
que conocí hace más de 45 años, personas sencillas, poco impresionables, que
invierten poco en una tonta imagen y con esa sencillez casi histórica, son felices.
Menos apariencia, menos malacrianza, más realidad.
Recuerdo que mi abuelo,
que viajaba mucho por problemas de trabajo, sobre todo al campo socialista,
regresaba con la maleta llena de herramientas y tarecos para la casa, dentro de
ellas un enorme y pesado soplete ruso hecho para la guerra, daba clases en la
universidad con unas botas corte bajo Centauro y murió usando un Poljot ruso de
esos de manillas elásticas. Nunca vi en mi familia joyas, vestidos de lujo, ni
a los hombres echándose cremas, dándose masajes o mirándose en el espejo todo
el día. Mi madre, heredera de mi abuelo en ese aspecto, lo supera. Lo importante
es un libro. Crecimos trabajando, metiendo la mano en el concreto y en cosas
peores, levantando paredes, corriendo lavaderos. Crecimos con los muebles heredados
del capitalismo y un piano vertical que, al ser nosotros tres varones
“revolucionarios”, jamás tocamos, por el contrario, nos dedicamos a deteriorar.
Crecimos primero trabajando, ayudando a nuestro padre, tío y abuelo, lavando,
limpiando casa, limpiando baño y ayudando a vecinos, antes de jugar pelota,
cosa que en aquel momento fue torturante y hoy agradezco con el alma.
Mi padre fue un hombre
de aquellos que, mientras más crudo mejor. El hombre debía ser masculino, no
lindo. El tipo no creía en heridas, ampollas, ni dolores de músculos, para eso
había mercurocromo y más trabajo. No creía en los peines, en los espejos, en
las cremas, en las comiditas especiales, etc., el hombre, por aquellos años,
mientras más cerca del animal estuviera, mejor era. Fue además de un cubano típico
jodedor, flaco, narizón, que disfrutaba la música, el ron y a las mujeres, una
máquina de trabajo. Luego conocí a mi suegro, máximo exponente de la sencillez,
la austeridad, y, sobre todo, la idea. Tipo que viajó buena parte del mundo y
pudo comer la mierda que le diera la gana, y, sin embargo, jamás acumuló nada material
que lo diferenciara del resto de los mortales de su época. Así mantuvo a su primera
esposa y así crio a sus hijos. No les faltó la comida, pero jamás pudieron
alardear de posesiones.
Entonces, a veces, considerándome
a mí mismo como medio anormal, me preguntó: ¿Dónde fue que nos perdimos?, ¿Por
qué hemos cambiado tanto?
Soy medio anormal, es
cierto, teniendo en cuenta lo que está pasando hoy a mi alrededor. Trato de ser
un tipo observador, tanto que a veces, soy acusado de demasiado observador y trato
de pensar y aprender constantemente. A veces cometo el error de compartir mis
aprendizajes, torturando, o al menos molestando, a los que me rodean.
Ruso, apegándose a los
clásicos, siempre me repite que el hambre no mata a los pueblos, la ignorancia
es lo que los destruye, sin embargo, he leído una frase de la que no puedo nombrar
al autor porque no estaba declarada la autoría, que me parece mucho mejor para
representar lo que nos está pasando, para entender, quizás algo, lo que estamos,
tal como enfermedad, “padeciendo, “El mayor enemigo del conocimiento no
es la ignorancia, es la ilusión de conocimiento” y entonces me asocio a
ella, porque resume parte de lo que pienso sobre la enorme cantidad de
fingidores que veo todos los días en todas partes.
Me complace hoy
escribir sobre una persona con la cual compartí muchos años de mi vida. Sus familiares
directos, no me dejaran mentir.
Viví muchos años casi
al lado de la casa del Doctor Martín Landa Bacallao, abuelo y casi padre, de
mis amigos Normita y Robertico. El Doctor Landa, conocido por los más íntimos allegados,
entre los que me encontré por muchos años, por Pipo Martín, fue una persona muy
respetada en Víbora Park, como médico y como vecino.
Pipo Martín no nació
rico, todo lo contrario, es de esos ejemplos que demuestran que a partir del
trabajo y el sacrificio se pueden conseguir cosas que parecieran imposibles o inalcanzables.
Pobre de origen, se graduó de médico pagando sus estudios con los premios que
ganaba por estudiar fuerte, quizás más fuerte que lo hijos de ricos y caminando
como un loco por La Habana, cobrando muy poquito, centavos, por inyectar a
enfermos necesitados.
Su presencia era
impresionante. Fue, hasta que murió, un hombre muy alto, yo mido 5 pies y 11
pulgadas y él me sacaba un pedazo, por lo que debió estar por encima de los 6
pies y 2 o 3 pulgadas. En sus mejores momentos debió pesar más de 300 libras y
para colmo tenía un enorme vozarrón, que cuando estaba bravo se convertía en
prácticamente un rugido. Tenía una nariz muy grande, pero muy grande, de esas
que reflejó Francisco de Quevedo en su “Soneto a una nariz”, aquel que comienza
diciendo “Érase un hombre a una nariz pegado” y una cara llena de baches, recuerdo
gráfico de un acné juvenil muy fuerte. Siempre le preguntábamos a su esposa, Ada,
para muchos de nosotros Mamá Ada, que era en los años que hablo una viejita
especial, muy bajita y linda, cómo se había enamorado de alguien que podía
catalogarse como feo. Ella siempre sonreía, ahora no sé si de forma maldita o ruborizada,
además del amor, de ese de antes, o sea, único, ellos eran primos.
El Doctor Landa, fue de
esos médicos que, pudiendo quedarse en cualquier lugar del mundo a vivir, sobre
todo en Estados Unidos, después del triunfo de la revolución del 59 decidió
quedarse en Cuba. No era comunista, jamás lo fue, pero era cubano, patriota,
descendiente de mambí. Fueron de esas familias que, frente a un llamado de Fidel
al principio de su revolución, entregaron parte de las joyas y el dinero que
tenían a cambio de nada, sólo para ayudar a Cuba. Entonces masón del grado más
alto que existe antes del último en la Masonería Cubana se quedó y trabajó como
médico para la revolución, llegó a ser director de uno de los hospitales más
grandes e importantes, más histórico, de la Ciudad de la Habana. Toda su vida
trabajó, a veces con carro, era extremadamente mal chofer, y al final de su
vida a pie, cogiendo guaguas. Mantuvo hasta que ya no pudo más, dos trabajos,
uno en un hospital de gobierno y otro en su consulta privada, condición que el
gobierno permitió a algunos médicos, pienso yo como compensación.
Pipo Martín era de
aquellos clínicos clásicos, de aquellos médicos poco impresionables, que pudiera
parecer que nada lo alteraba. Nunca nada era grave. Llegabas a verlo con un dolor
de oído y te decía acuéstate y te revisaba completo, cosa inexplicable, digamos
para mí, porque no entendía qué tenía que ver el dolor de oído o de muela o del
dedo gordo del pie, con una revisión completa de la cavidad intestinal, los ganglios,
etc. El doctor Landa no era un médico complaciente, o sea, de esos que dicen a
los pacientes lo que los pacientes quieren escuchar, no consideraba enfermos a
aquellos que no lo estaban, pienso que conocedor del cuerpo y con muchos años
de experiencia práctica, sólo veía enfermedades donde realmente las había. Martica
se coheteaba a veces con él, le llevaba a uno de nuestros niños “gravemente
enfermo” y Pipo Martín decía, no tiene nada, es cuestión de dos o tres días.
Déjalo tranquilo.
Dicen los que
conocieron a “Martinito” de joven, que era feo, pero muy agradable, muy
jodedor, con un acercamiento a la ironía y al sarcasmo, quizás por eso, Mamá
Ada se enamoró. Pero la vida es complicada y a veces jodida, entonces, su única
hija, Adita, en plena juventud murió de cáncer, muy joven, madre de dos
pequeños hijos. Pipo Martín, padre, abuelo, el gran médico, el experto, el
científico, no pudo salvarla. Viajó con ella a Moscú para operarla y se le fue
entre las manos.
Esto debió ser
demoledor, destructivo, avasallador para aquel hombre. La vida le cambió
totalmente, su carácter se agrió, su participación social y familiar fue de más
a menos. Se deprimió y aunque vivió muchísimos años más, dicen que jamás fue el
mismo. Al ser Martica y yo, dos nietos más en aquella casa, cosa que agradeceré
mientras viva, recuerdo verlo llegar con su siempre, siempre, guayabera y su
maletín de médico y traerle un bocadito a Mamá Ada que esperaba sentada en la
sala de la casa, casi siempre conversando con alguno de los amigos de sus
nietos. Él le entregaba el bocadito, le daba un beso en la cabeza y saludaba de
medio lado a los presentes. Inmediatamente se trancaba en su cuarto con aire
acondicionado a escuchar la BBC de Londres, mientras Mamá Ada casi siempre le peleaba
o reclamaba a sus espaldas mientras él se encaminaba al cuarto. A veces el reclamo
podría parecer injustificado, pero ella, Dios y luego algunos de nosotros,
sabíamos el por qué.
Pipo Martín era de
aquellos médicos que ya no existen. Fue un reconocidísimo médico, nada más
decir que conozco que Haydee Santamaría y la propia madre de Fidel Castro
fueron sus pacientes, para entender de lo que hablo, pero además fue no sólo
patriota de alma, sino que fue conocedor de historia y política, sobre todo de
la cubana. Poseía una enorme biblioteca en la segunda plata de su casa, su
lugar favorito por años. Era siempre muy provechoso hablar con él, se aprendía
constantemente.
Fue un tipo “anormal”.
Recuerdo que, cuando él quería, entonces se sentaba y disfrutaba conversar, compartir,
incluso le gustaba tomarse sus traguitos de muy buena bebida que siempre tenía
guardada y nosotros a veces le robábamos para tomárnosla. Se sentaba en la sala
o en el portal de su casa y disfrutaba la presencia de sus nietos reales y
postizos. Entonces en esos momentos no sólo conversaba, sino que le gustaba
joder, molestar, hacer chistes e ironizar con cualquier cosa. Le gustaba hablar
de historia de Cuba, no era muy admirador de Maceo, ni del Che. Se divertía un
ratico, luego, cuando menos se esperaba, pero él decidía sin importarle lo que
ocurriera o los presentes, se retiraba y se trancaba nuevamente en su cueva, su
cuarto con aire acondicionado y su BBC. Los que lo querían lo entendían, jamás,
salvo Mama Ada, le exigieron nada más. Su tiempo y su espacio, era además de
muy propio, limitado, por tanto, había que disfrutarlo cuando él quería estar.
Robertico, más hábil, siempre le jugaba cabeza. Normita, diferente, siempre se
le enfrentaba.
Recuerdo que tenía 3
hermanos, de ellos yo compartí más con dos, que continuaban siendo muy
jodedores, tía Dulce y Toto. Ellos, primero lo respetaban enormemente, de ese
respeto casi absoluto de subordinación y, segundo, lo idolatraban. Martinito
era punto menos que un Dios y entonces él, ahora me entero porque soy papá y
abuelo, disfrutaba enormemente aquellos momentos de protagonismo y se ponía
contento, incluso hasta dulce. Recuerdo que cuando quería molestar, por ejemplo,
a Martica, a la que vio nacer y luego crecer dentro de su casa, le decía: _ ¿Martica,
¿qué te dijo? Y entonces cuando Martica trataba de responder, se enredaba con
Pipo Martín en un inacabable quién te dijo, pero quién te dijo, pero qué te
dijo, tal como el tradicional cuento de la “buena pipa”, que podía durar horas.
Pipo Martín, un día
murió. No fue mi primer muerto, pero si la primera persona que vi morir frente
a mis ojos. Robertico se encontraba buscando comida para su abuelo, misión
complicada en Cuba y Normita, Martica y yo luchábamos con Pipo Martín ese día.
Buscamos a la doctora de todo Víbora Park, Mayi, ella lo reviso y dijo, _ “está
muriendo, ya no pueden hacer más nada”. Entonces nos sentamos en la esquina de
la cama, frente a su sillón, en su cueva y lo vimos partir. Lo cambiamos a la
cama, le cambiamos la ropa, hicimos los trámites de cuestión y lo enterramos.
El doctor Landa, Pipo
Martín, ahora me sirve para explicarme la vida, lo recuerdo, imagino no tanto
como sus nietos, pero lo recuerdo con mucha frecuencia. Él, el médico, el
historiador, el masón, el tipo que de la pobreza formó una familia económicamente
fuerte, que renunció a la buena vida y se volvió revolucionario, que cambió su
viejo carro por un auto entregado por el gobierno, pero nunca aprendió a manejar
y el que montarse con él, yo casi todos los días pues nos llevaba en las mañanas
a la Universidad, era casi un suicidio, que como experto médico y medio psicólogo,
tenía miles de ejemplos para explicarnos qué era un ser humano, escogía siempre
4 ejemplos extremadamente sencillos, comunes, para decir que todos, al final, éramos
iguales, que él no se explicaba por qué tanta mierda para vivir.
De esos ejemplos yo hoy
sólo recuerdo tres y, sobre todo, las peleas de Mamá Ada, que lo conocía bien y
sabía por dónde venía, cada vez que él comenzaba con el cuento, cosa que puedo
asegurar ocurría con frecuencia, cada vez que él quería sonreír. Decía:
1.- ¿Nunca te has sacado
un moco y lo has enrollado con tus dedos o lo has pegado debajo de una mesa o
silla? Todo esto, por supuesto, con ganas de joder, metiéndose el dedo en la enorme
nariz y simulando hacer un rollito con el supuesto moco que se acabada de
sacar.
2.- ¿Nunca te has
tirado un peo debajo de una colcha y has metido la cabeza para olerlo? Cosa que
hacía simulando que se tapaba la cabeza con una sábana y terminaba mareado.
3.- ¿No te has estado limpiando
el “fondillo” y se ha roto el papel sanitario o el papel que estás usando, el
dedo se te ha embarrado de mierda y te lo has llevado a la nariz para olerlo? Y
entonces se olía el dedo del medio, señalando que ese era siempre el que se
embarraba.
Hoy recuerdo perfectamente
el siempre Martínnnnnnnnnnnnnnnnnnn, que Mamá Ada gritaba desde donde
estuviera, provocando entonces no sólo la risa maldita del médico, sino las de
todos los presentes.
Y es verdad, hemos
cambiado tanto que, Martín, quizás yo y otras muchas personas, aparezcamos hoy
como anormales, como fuera de moda, tratando de aferrarnos a la tradición, a
nuestra verdad, en medio de tantas invasiones.
Termina el año 2019 y
creo que debería terminar con él, cosa que sé imposible, la vida tonta y vacía
y nos dediquemos el próximo 2020 a crecer de verdad, a enriquecernos y
enriquecer a otros de verdad, a compartir no sólo los momentos lindos reales y
los inventados, sino nuestras experiencias de vida, esas que pueden salvarnos y
salvar a otros.
Sería bueno dejar de
mirarnos tanto al espejo y mirar a los otros, sería bueno no hablar tanto de las
marcas de nuestras ropas y zapatos y entender a los demás. Sería fantástico
dejar de pasarnos mensajes de amor por las redes, muchos de ellos ridículos y
que sólo dan ganas de vomitar y que toquemos a los que nos rodean, los
abracemos, los acompañemos a caminar, a solucionar sus problemas. Sería bueno
decirnos la verdad, la más cruda verdad, o al menos nuestra verdad y ser
capaces de discutirla. Sería bueno que las personas supieran que pueden contar
siempre con nosotros, para algo más que aparecer en una foto fría. Los amigos
son aquellas personas a las que no hay que citar, ellos aparecen solos y sólo
dicen, estoy aquí.
Las redes sociales,
fenómeno moderno, bueno, han venido a ayudarnos a unos y, paralelamente, desgraciarnos
la vida a otros. Es bueno ver a los nuestros en lugares lindos, disfrutando, pero
es mejor verlos tal como son y están, independientemente del restaurante, el
hotel, la playa, etc., donde se encuentren. Las redes nos ayudan a comunicarnos
y a estar acompañados, incluso en la distancia y han venido a desformar las relaciones
con posturas irreales e inventadas. Las redes han venido a sustituir a la insustituible
compañía humana. Mientras más soledad y vacío, más redes sociales, a tal punto
que las personas terminan encerradas todo el tiempo frente a una pantalla.
Muchas personas hoy
caminan, entran y salen de ascensores, bajan y suben escaleras, mirando un
celular. Muchas personas manejan, comen, trabajan, pendientes de la pantalla
del teléfono. Muchos se reúnen para compartir y no pueden desprenderse de lo
que está pasando en las redes, por lo que pasan la velada animados conversando
y mirando a los que están lejos, olvidándose totalmente de los que están a su lado.
Para muchos ya no hay
que estudiar, no vale la pena profundizar o investigar sobre algo, todo lo que
se necesita saber, está en las redes. Con tan sólo leer un vendito artículo o
ver un tutorial se llaman expertos, viviendo o tratando de crear esa ilusión
del conocimiento, más allá del conocimiento real.
Las redes, no a todos,
porque nunca es todo para todo, han venido a falsear la soledad que muchos
tenemos, porque nos hemos inventado dentro de ellas y para ellas, un mundo que
no existe. Seguidores muchos de las Kardashian como máximo exponente de la vida
deseada, lo que nos interesa es sobre todo la imagen. Tenemos dos caras, una real,
fea, despeinada, arrugada, y otra, la que ponemos frente a una cámara, cuya
foto será subida a las redes. Tenemos dos cuerpos, uno flaco o gordo, jorobado,
con dolores y otro al que sometemos con posturas a veces muy incómodas y
copiadas, para las fotos donde lo importante son las tetas y fondillos. Tenemos
muy en cuenta las fotos y las revisamos y aprobamos o no, antes de que sean
subidas, porque queremos siempre estar bellos, de esa belleza externa, muchas
veces inventada por nosotros mismos o por nuestros padres.
He compartido dentro de
grupo de personas aburridas, que están todo el tiempo, de forma privada,
mirando a la pantalla de un celular y que lo único que las ha animado, es
cuando una voz en off dice: _” vamos a tirarnos una foto para Facebook”. Muchas personas han perdido esa necesidad de
la reunión, del compartir, y la unión sólo se organiza para un espacio donde
podamos mirar los teléfonos.
Nos hemos vuelto muy
complicados. Estamos parados frente a un closet lleno de ropa y decimos que no
tenemos nada que ponernos. Estamos parados frente a un refrigerador lleno de
comida y decimos que no tenemos nada de comer. Nos interesa más el nombre de la
tienda o la marca de la ropa, que ella misma y preferimos vestirnos como
muñecos siempre y cuando la ropa sea reconocida. No luchamos por las relaciones
directas, por la compañía, hoy para la soledad existe Facebook.
Siendo padres que
jugamos en la calle con nuestros amigos, hoy se nos ha olvidado jugar y
preferimos que nuestros hijos transiten, a pesar de las alertas que ya existen,
frente a las pantallas de colores moviendo únicamente dedos y ojos. Necesitamos
niños tranquilos, sedados, en resumen, medio embobecidos y para eso nada mejor
que un table o un celular o el indiscriminado uso de la televisión. Necesitamos
niños que no jodan, que no corran, y entonces los engordamos y endrogamos o
permitimos que se engorden o se endroguen.
Los cambios existen y
es bueno que existan, pero ¿por qué hemos cambiado tanto? Los hombres preferimos
mujeres de plástico, embutidas como se embute un pavo o pollo para hornearlo, para
exhibirlas a otros, aunque ella no sepa hablar o peor, no sepa, ni le interese freír
un huevo. Las mujeres prefieren hombres llenos de músculos, donde la búsqueda
del estereotipo perfecto, no les da tiempo para quererlas, amarlas y disfrutarlas,
hombres que se operan para implantarse los abdominales y tienen más cremas que
sus propias mujeres, pero que no abren puertas, no cargan jabas, no ayudan a cocinar
o a limpiar. Hombres enamorados de sí mismos, sin tiempo para enamorarse de más
nadie. Ambos, hombres y mujeres, quieren
tener hijos, pero inmediatamente que nacen los entregan a las abnegadas
abuelas, porque los niños dan mucha lucha y no dejan dormir. Amigos que se dicen
mentiras, se doran la píldora, no aparecen y hay que casi citarlos oficialmente
cuando se necesita ayuda. Todos queremos más en las redes, amamos a nuestras
parejas, les agradecemos, nombramos a nuestros hijos príncipes y princesas,
pero no los ayudamos o enseñamos a aprender, dejando esto a la escuela, la vida,
la casualidad o a Dios. Los temas “complicados” se evitan, las personas nos
mentimos con tal de agradar, las personas no nos conocemos en realidad, casi
todo el mundo tiene o anda con una doble jugada.
Deberíamos entonces para
el 2020 meternos más los dedos en la nariz, taparnos más con una sábana para “disfrutar”
muchas veces del alivio biológico que significa liberar un gas y olernos más
los dedos. Deberíamos ser más feos, peleones, gordos o flacos, negros o blancos,
homo o hetero, mal humorados, jodidamente jodidos, pero más reales.
Ojalá pudiera
reconstruir aquellas agradables conversaciones con Pipo Martín y preguntarle
qué nos ha pasado.
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