miércoles, 12 de agosto de 2020

Los huevos entomatados son mi Cuba, mi patria.

En uno de mis últimos artículos, publicado en este blog el lunes 10 de agosto 2020, bajo el título de “El perdón. Receta de cocina”, varias veces, tratando de explicarme, me pregunté, qué es la patria, cuántas patrias existen, quién la da y quién la quita. Las respuestas no son sencillas.

Soy un tipo confundido de tanto pensar y pensar. En algún momento o en varios momentos de mi vida en Cuba, tuve que haber prometido defenderla. Quizás en alguna de aquellas clases de “Catedra Militar” en la universidad, donde había un manual escrito que lo definía todo, incluso las frases a pronunciar frente al ataque de un enemigo en el combate cuerpo a cuerpo. Fue todo aquello tan ridículo, ellos definían que yo, tenía que salir de mi escondite, correr a la trinchera enemiga y antes de “aniquilarlo”, esa era la teoría, aniquilar al enemigo, debía pronunciar determinadas frases sobre el socialismo y la patria.

Todavía lo recuerdo y me rio, o sea, yo, vestido de verde olivo con un uniforme que aspiro me quedara bien, con un fusil AKM 47 en las manos, un casco, varios cargadores, una pala en la cintura, varias granadas, una mochila con medicamentos de guerra, alguna merienda, la careta antigás, unas hojas blancas y lápices para poder escribir un mensaje de amor a Martica de última hora, fotos de mis hijos, unas botas número 10 bien lustradas, debía correr y tirarme en la trinchera enemiga para aniquilar al enemigo, que imagino que el manual preveía que estaba dormido, borracho o drogado por las fiestas continuas que hacen los “yanquis” en las trincheras con chicas incluidas y pronunciando determinadas frases, que imagino debería ir leyendo del manual mientras corría, aniquilarlo.

Luego al vivir 5 años en República Dominicana, en algún momento tuve que prometer estar dispuesto a defender a aquella tierra que, no sólo me dejó entrar, sino que me acogió cariñosa y respetuosamente como a un hijo más. Tal como hace una patria, que como no planificaba ser atacada, permitía el desarrollo del merengue y el consumo de cervezas “Presidente”.

Al final, mi llegada a Estados Unidos y mi naturalización como ciudadano, comenzó con el juramento, que es más que una promesa, de defender, querer y respetar a esta nación. Eso me daría derechos a permanecer sin miedo, pero me crearía deberes, que trato de cumplir diariamente con mi actuación. También para este caso, tal como escribió Martí, en una de sus definiciones cívicas y patrióticas, “la patria es aras no pedestal”.

Al hablar de patria, los cubanos, todos muy politizados, nos ponemos serios, dramáticos, tratamos de dar definiciones acabadas que compitan con todas las anteriores que existen. Nos ponemos sentimentales y patéticos. Todos queremos demostrar que somos los que más la queremos, pero no tiene que ser así del todo. La patria son las personas, lo otro es un pedazo de tierra convenientemente repartida, recordar sólo el caso de Alemania, un día la dividieron en dos y entonces los alemanes, con la misma historia antigua, con el mismo idioma, muchos con la misma familia, con las mismas cervezas y salchichas, tuvieron dos Alemanias diferentes, dos patrias con dos himnos, dos banderas, dos escudos, dos patrias alemanas a ambos lados del mundo. Alemanes buenos y alemanes malos. Y así, con las mismas cervezas y salchichas vivieron divididos, dicen que felices. Hoy han mejorado, han regresado a tener sólo una.

Pensando en patria y tratando de no ponerme ridículo, pensé que patria puede ser una piedra, un color, una música, un pedazo de foto, una comida. Cosas que tuvimos y muchas veces llevamos con nosotros, en silencio, sin tanta rimbombancia.

Pensé en mí, cosa que hago con frecuencia y reconozco, me es agradable y pensé en mis recuerdos. Suelo repetir muchas veces las mismas cosas, quizás por las miles de veces que me repitieron mis familiares muchas ideas, quizás por mi experiencia de haber trabajado como profesor muchos años, entonces con sistematicidad me vienen recuerdos, que al tratar de expresarlos sin darme cuenta que es la vez número 2356 que lo hago, hoy, casi como una regla, mi hijo Jonathan o Martica, comienzan a cantar las primeras estrofas del poema “Retrato” de Antonio Machado, inmortalizado magistralmente por Serrat cuando lo musicalizó, que dice:

“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia algunos casos que recordar no quiero”.

Eso, que repito, me divierte, es casi una ley. No obstante, cuando terminan de cantar, hago el cuento, no soy muy demócrata. JAJAJA.

Soy un tipo que come cualquier cosa. Está probado, puedo comerme una piedra, si ella viene con una buena salsa o está empanizada, puedo comerme varias. En mi andar he tratado de probar comida de otros países para conocer qué es lo que comen. No he llegado a arrancarle la cabeza a una rana y masticarla como he visto hacer a los chinos, pero si la rana está bien frita, me la puedo pichar.

Los que me conocen saben que es cierto, pero, además, no es sólo que puedo comer, sino que todo me parece rico y como con placer. Soy una garantía para cualquier mujer, como cualquier cosa y todo lo celebro. No existe un día que cuando termino de comer, no dedique ideas lindas sobre la comida a la persona que ha cocinado. Entre mis incomprensiones está la de algunas personas que no comen esto, que no comen lo otro, que le sacan los ajos a la comida, que vigilan los pedacitos de orégano, etc. No los soporto mucho, no me gusta cocinar para ellos, me gustan menos los hombres, a los cuales hay que cocinarles comidas especiales para poder compartir con ellos. En eso suelo ser medio machista, para otras cosas no. JAJAJA.

Crecí, para mi suerte, en una familia donde se cocinaba bien, donde lo único que se nos preguntaban era, cómo quieres el huevo, ese fue el único derecho que tuvimos a la hora de escoger. Se cocinaba para todos la misma comida. Eso de cocinar diferentes comidas para complacer a los “inadaptados o malcriados” familiares, sólo lo veíamos en las películas.

Mis dos abuelas fueron geniales. Mi abuela Tomasa, guajira santiaguera, experta en comida criolla, arroz, frijoles, fricasé, dulces en almíbar. Experta en cocinar grandes cantidades de cualquier cosa. Es cierto el pollo, no solo ahora, sino siempre estuvo limitado, a cada cual le correspondía un pedazo único y exacto, pero las papas y las salsas eran en abundancia. Cocinera de lo que llamábamos arroz amarillo “ensopado” a lo que los dominicanos llaman asopado, unas sopas de pescado con arroz inigualables y unos frijoles blancos sin caldo, con muchas ruedas de cebolla que se comían fríos con mucho vinagre, a los que llamábamos vinagreta y los inigualables tamales.

Mi abuela Mama Yuya, descendiente de españoles, nacida en Cienfuegos, residente en La Habana, pero hija adoptiva de Santiago de Cuba por muchos años, era más sofisticada. Propietaria del mejor congrí que he comido en mi vida y que he visto hacer, sin igual, sin comparación, era experta en complacernos, entonces, lo mismo hacía un flan, un pudín de pan, que una inigualable tortilla de papas en 3 minutos, una carne de res, por aquellos años de mi infancia ese animal existió antes de coger el mismo camino que los dinosaurios, asada con papás que tampoco he vuelto a comer mucho. Unos garbanzos, mezcla de España y Santiago de Cuba, que aún recuerdo y también los inigualables tamales.

Mis abuelas, al vivir en casas separadas, una arriba y otra abajo, mantenían su imperio, o sea, sus cocinas. A veces se colaboraban, se ponían de acuerdo, otras competían, para aquellos nietos que bajábamos y subíamos registrando cazuelas, probando y comiendo, muchas veces, en los dos lugares en el mismo día. La comida en nuestras vidas abundó, no comíamos langosta, ni caviar, pero comíamos como salvajes. Mientras había salsa y pan, estábamos contentos.

Crecí y cuando tuve 15 años, me hice novio de Martica, que vivía a una cuadra de mi casa natal y junto a ella conocí a su mamá. Por suerte para mí, Marta, era una gran cocinera. Martica por aquellos años, una joven becada en la Lenin no sabía freír un huevo, pero su mamá era una bestia. Esa vieja, aclaro que lo de bestia y vieja, son categorías que me he ganado a decir como si fuera el mejor de sus hijos, se le ha escapado al Diablo. Quizás eso fue lo que me hizo quedar en aquella familia, nadie sabe. JAJAJA.

Marta todavía dice con orgullo que cuando se casó, no sabía cocinar, aprendió luego mirando y copiando recetas frente a la TV y llamando a su mamá por teléfono, que, si sabía cocinar muy bien, fue propietaria y cocinera exclusiva de una cafetería en la calle Mayía Rodríguez, casi frente a la Avenida Acosta, en la Víbora hasta finales de la década de los 60, cuando se la intervinieron. Marta, Doctora en Farmacia, trabajadora en la calle, con cuatro hijos y cada uno de ellos con parejas que comíamos allí con frecuencia, yo casi todos los días, se acostumbró a cocinar para muchos. Responsable ella, además, por muchos años, de cocinar para familias enteras, 25, 30 personas, en aquellas reuniones familiares que se solían hacer. Cuentan los que la conocen desde antes del 59, que ponía casi siempre tres postres a la mesa en cada comida, al marido, padre de Martica, mi suegro Cosme le gustaba mucho el dulce.

Marta dueña de las carnes asadas, de aquellas pulpetas gigantes de picadillo en salsa de tomate o aquellas croquetas de carne, que para joderla decíamos que el uso del pan rallado dentro de la masa para agrandarla era equitativo al paso anual de Cuba por el socialismo y experta chef con 6 estrellas Michelin, en postres. Aquellas panetelas, llamadas socialistas que se hacían en olla de presión, que hacia una detrás de la otra, que, al decir de mi hijo, nada, ni ninguna de las que ha comido en sus ya 30 años, se parecen. Aquella inigualable jalea de tomate, que competía con la mejor mermelada de guayaba o los, por nosotros llamados, “hot cake” que preparaba muy rápido varias veces a la semana. Marta la los mejores “pie” de limón que he comido en mi vida, los otros mejores los recuerdo en fotos en la cafetería de la tienda por departamentos “Ten Cent” y los mejores pudines de pan que se puede comer un mortal. Marta la de siempre las grandes cantidades. Marta la de los “huevos entomatados”.

Los huevos entomatados, fue una receta que yo descubrí en la casa de Martica. Es muy sencillo, se hace, mientras se puede, con una rueda o lasca de jamón, que puede ser sustituida por una hamburguesa de carne de res, de aquellas que se extinguieron junto a los dinosaurios, las que se sumergen en una salsa de tomate y a las que se le echa arriba un huevo crudo, que se termina cocinando en la salsa. Más sencillo no puede ser, bueno, en realidad se puede hacer más sencillo, porque a falta de carne y jamón, se puede hacer, de hecho, se hacían, solo con salsa de tomate y huevos. Eso que descubrí en casa de Martica y que luego durante muchos años comí con mucha frecuencia, debería estar en el escudo de armas de la familia Tomé Meléndez, que luego una parte formó la familia Torres Tomé.

El éxito está, parece ser, al menos para mí, no en los ingredientes, aquello de jamón, res, huevo, tomate, etc., el éxito está en la capacidad para hacer la salsa, la misma salsa y en el tiempo de cocción. Todavía hoy, a los 45 años de estar comiendo ese plato hecho ahora por Martica, me asombro porque todos, exactamente todos, no importa el país donde lo hemos comido, ni el día u hora, ni la calidad de los huevos, orgánicos o no, saben a Marta, o sea, saben a Cuba.

Es lindo reconocer que, durante todos los años de noviazgo, a sólo una cuadra entre las dos casas, con frecuencia comía en los dos lugares. Mis abuelas, sobre todo Tomasa, no aceptaba que se le dejara la comida, cuando llegaba y decía que ya había comido, se ponía a pelear y a decir que, _”claro, ya vienes comido de casa de Martica, por …”, era tanta la pelea que determine, para evitarme la broca, comer primero en mi casa y luego rellenar en casa de Marty o el revés, primero comía allí y luego me sentaba a comer en mi casa, casi vigilado por mi abuela, a la que además, no se le podía dejar ni un grano de arroz en el plato. Martica y yo pasamos años comiendo de esa forma, recuerdo, cuando la comida estaba justa, o sea, el pedazo de pollo exacto, el pedazo de carne exacto, etc., y yo joven sin planificación arrastraba a Martica a mi casa, mi abuela Tomasa, que ya dije era guajira y para colmo santiaguera, siempre decía, “coño, hay viene, la soga detrás del caldero”. JAJAJA

Por suerte, aquella muchacha que no sabía freírse un huevo a sus 15 años aprendió muy rápido y hoy es una gran cocinera. Mi abuela Mamá Yuya la enseñó a hacer su congrí, tal como se enseñaba en el renacimiento las artes, las escrituras, con el mismo secreto, celo y rigor y entonces hoy Martica puede exhibir el segundo mejor congrí que me he comido en mi vida, llamado por el Chino, el “congrí de los dioses”, olvídense de la Bodeguita del Medio y de los otros restaurantes de comida criolla. Martica ha heredado lo de su madre y entonces puede cocinar para 2 personas o para 30 con la misma calidad, se ha hecho experta en carnes, frijoles, arroces, y postreeeeeeeeeeeeesssssssss, cosa que le permite competir con cualquier profesional en la materia. Le permite competir con su mamá y mis dos abuelas. Ahora experimenta, confiada en mi capacidad para comer piedras, en las comidas modernas y extrañas, azúcar que no es azúcar, grasa que no es grasa, harina que no es harina, dulces que no engordan, carnes un día al estilo indio, otras al coreano, recetas de las Polinesias que ni el mismo noruego Thor Heyerdaghl pudo comerse en su expedición de la Kon-Tiki allá por el 1947.

Pero de todo eso, los huevos entomatados, me siguen sabiendo a Cuba. Mi suegra, esa bestia, esa vieja, hoy con 92 años, sentada en una silla de ruedas porque sus rodillas ya no soportan el caminar, TODAVIA COCINA TODOS LOS DIAS. Como tiene su cabeza muy clara, tan clara que asusta y vino, creo yo, que, con dos corazones, se divierte cocinando, dice riendo que no puede estar sin hacer nada.

Yo, que ahora vivo en el medio de Estados Unidos, territorio mayor productor de la carne de cerdos y que al decir de expertos, poseedor de una de las mejores carnes de res, que se consumen en toda la Unión, con frecuencia, con mucha frecuencia, le pido a Martica lo de los huevos entomatados y puedo confirmar que, a pesar de que las gallinas ponedora de huevos son imperialistas y las salsas de tomate son “Made in USA”, por lo tanto, traen dentro de los pomos la criminal plusvalía; los huevos entomatados, siempre me saben a Cuba y lo que es peor, en la segunda cucharada, siempre, no lo puedo evitar, siento ganas de llorar.

Entonces, no seamos tan dramáticos, ni tratemos de aparecer como tan maduros, tal como dice el poema, “mi infancia son recuerdos, …”, esos huevos entomatados son para mí patria.












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